Este año la gran fiesta del cine español me ha decepcionado por los pequeños detalles: esas pequeñas cosas que restan el glamour y la perfección necesaria a un evento de estas características. De entrada y de salida, la realización dejó mucho que desear. Televisión Española debería haberse esmerado más: las cámaras hicieron un trabajo desganado, soso, no enfocaban a las personas interesantes de cotillear entre el público, a veces entraban en plano las máquinas, o no sabían donde mantener el objetivo, demasiados planos cortados sin transición. En fin: la realización, desastrosa. Una ocasión para lucirse perdida. La escenografía resultó pobre, fría, sin empaque, sin espacio para moverse los actores y con unos fondos deslucidos. Dani Rovira toreó bien la gala.
El colmo fue el atril que pusieron para desesperación de los premiados. Ana Belén, Goya de Honor por su trayectoria profesional, tuvo que rogar un vaso de agua para poder continuar hablando. Alguien de las primeras filas le ofreció su botellín de agua, que la actriz bebió a morro, y luego no tenía donde dejarlo. Un atril no es una escultura contemporánea minimalista. Un atril debe ser cómodo, y servir a su función: un espacio discreto donde dejar los papeles, poder colocar la cabeza de Goya (me parece una falta de respeto eso de llamarle “Cabezón”) y lograr que las estrellas hablen y estén con las manos libres para expresar sus emociones.
Otra cosa que no entiendo es como, con la cantidad de buenos profesionales españoles que tenemos en la industria del cine (Productores, equipos de dirección, directores de fotografía, sonido, músicos, guionistas, actores y actrices, figurinistas, script, etc.) sea una extranjera la presidenta de la Academia de Cine Español. No tengo nada en contra de la señora Yvonne Blake, una británica, diseñadora de vestuarios, pero fue penoso su discurso, y destrozó nuestro idioma en el rato largo que habló.
Los premios estaban cantados de antemano y fueron justos. No hubo sorpresas, aunque siempre se agradecen. Bayona arrasó con su Un Monstruo viene a verme, y se llevó los mejores reconocimientos: Dirección, Fotografía, Música Original, Efectos Especiales (El Ranchito), Producción, Montaje, Dirección Artística, Sonido (el gran Oriol Tarragó), y maquillaje. Raúl Arévalo se hizo con el galardón a la mejor película Tarde para la ira. Y una Enma Suarez, bella y pletórica Julieta, se llevó el de mejor actriz protagonista y de reparto. El hombre de las mil caras cosechó menos de lo que esperaba: el premio al mejor guión adaptado, y el premio actor revelación a Carlos Santos, que intentó hacer de Roldán con un físico que no coincidía para nada con el auténtico Luis Roldán, algo que los de la tierra noble o menos noble conocemos de sobra. Ahí, el casting falló.
He visto todas las películas y me quedé con las ganas de que el joven Rodrigo Sorogoyen con su magnífica Que Dios nos perdone fuera reconocido como mejor director o mejor película este año. No pudo ser esta vez, aunque Roberto Álamo le dio la alegría de ser mejor Actor Protagonista. Ya es pena que tengamos un presidente del Gobierno que nunca vaya al cine, y que alardee de ello. No se podía esperar otra cosa de Don Tancredo. Alejandro Amenabar, elegante como un pincel, dijo en el backstage, ya en plan relajado, que le parecía irresponsable que se dediquen a desmantelar una industria, como el cine, que ayuda a crear marca España de la buena, de la de verdad.
La parte mejor de la ceremonia fueron las soberbias películas que competían este año, sus directores y sus intérpretes. Por cierto, Penelope Cruz estaba radiante y perfecta en su vestido negro luciendo pierna, Leonor Watling bellísima en rojo pasión. Y la valiente Silvia Pérez Cruz cantando a los desahuciados con su Goya en la mano, fue la guinda de la noche.