La corrupción será la cloaca de la democracia si no hay fuerza y resistencia para obstaculizar la hegemonía de la imbecilidad. No quiero referirme en este momento a lo que aquí entendemos por corrupción porque lo incuestionable es que los robos institucionales de nuestro territorio no merecen comparación con la proyección paranoica e iletrada del idiota Trump, del iluminado Putin o de los monstruos atontados de Hungría o Turquía… Nuestras democracias están atravesadas, como un maloliente gruyeré, por una estrategia fecunda y explosiva que emociona o deslumbra a la ciudadanía que no quiere aceptar su cuota de basura en este horizonte al que nos enfrentamos… Usted tiene que hablar y entender claramente: bajada de las pensiones, malestar de la sanidad pública, lenta intromisión en la vida privada, el único espacio que nos favorece como individuos, latrocinio de nuestra vida, explosión dinamitada de nuestro proyecto de felicidad que es conjunción del proyecto de la vida en un horizonte de sociabilidad institucional… La corrupción no significa que un estúpido nos robe: la Corrupción ya se ha convertido en un concepto político. Es duro reconocerlo: la Corrupción puede ser normalidad y escándalo o provocar una indignación que altere los parámetros de esta inmundicia.
Sin embargo, los discursos de unos y otros lanzan a los márgenes las causas o efectos de este desastre que vivimos. La Derecha argumenta que son algunos insumisos de sus programas quienes deterioran el edificio democrático y la Izquierda se relame respondiendo que hay directores de corrupción, pero, en fin, que se trata de excepcionalidades que no hay que remitir a la Ciudadanía. A lo que parece tan sólo son culpables los que roban: la ciudadanía es ignorante, adversa, malentendida… Quiero reflexionar algunos minutos sobre este asunto… ¿Cuál es el asunto? Lo escribo con claridad: me parece que si hay corrupción es porque a la ciudadanía le trae al pairo que se robe y, entonces, en esta situación, nadie se siente culpable o responsable.
Es muy difícil entrar en el problema porque los enmascaramientos son interminables. Pero las aventuras del siglo pasado nos enseñan algo. Despertemos… O soñemos, que es lo mismo… Voy a intentar un ligero viaje. Como es sabido, el partido nacional-socialista llegó al poder allá por los años 30. Entonces, como es reconocido, autores como Brecht, H. Mann o Feuchtwanger manifestaron su horror ante lo que se venía encima. Otros, ciertamente, se carcajeaban. Ya lo sabemos, el gran poeta Benn, el dramaturgo Hautmann y el domesticado Heidegger. La ciudadanía alemana estaba medio alelada, sin saber lo que se le venía encima. La guerra, la derrota, el escarnio… Nadie se preguntaba qué demonios había ocurrido. Qué había ocurrido… Muy simplemente, que la ciudadanía había aprobado la inmundicia de un sistema político que nos hubiera liquidado a todos…
Era inevitable que se abriera un debate sobre la responsabilidad alemana –y de la ciudadanía de otros países, no se olvide-. Es necesario releer de vez en cuando el estremecedor documental que C. Lanzman filmó a lo largo de años y que si titula reveladoramente Shoah… Extraigo un breve fragmento. Se trata de la confesión de Inge Deutschkron, berlinesa:
«Éste ya no es mi país. Sobre todo, no es mi país cuando se atreven a decirme que no sabían… Ellos no vieron… <Sí, aquí había judíos, desaparecieron, no se ha sabido nada más> ¿Cómo pudieron no ver? ¡Esto duró casi dos años! Cada quince días se arrancaba a la gente de su hogar. ¿Cómo pudieron estar tan ciegos?”
Pues bien, un filósofo, inconveniente e injustamente silenciado ahora, Karl Jaspers, impartió un seminario en el invierno 45-46 en la universidad de Heiderlberg y que hemos conocido con el título de El problema de la culpa… Se trataba, como se habrá adivinado, de calibrar hasta qué punto la ciudadanía alemana era responsable de las atrocidades nazis. Se olvidarían muy pronto las reflexiones del filósofo hasta que renació el debate a propósito de una celebrada intervención de Eric Voegelib, que tuvo ligar a mediados de 1964 en la universidad de Munich y más tarde a propósito de la polémica que mantuvieron Habermas y el historiador Nolte en 1986. Años antes, hilando con bastante finura, Jaspers había establecido cuatro modalidades de la culpa que nominaba y definía con precisión: penal, política, moral y metafísica. Me limitaré a limitar su posición relativa a la relación nazismo-ciudadanía. Desde luego, no se podría achacar al ciudadano de a pie, por decirlo vulgarmente, responsabilidad criminal por la construcción y puesta en funcionamiento de los campos de exterminio. Esta conclusión me parece bastante sensata. Como no me parece sorprendente reconocer que la ciudadanía alemana sabía lo que estaba ocurriendo, que tenía noticias del asesinato masivo de unos y otros, que miraba para otro lado como si la euforia electoral y populista que aupó al partido nazi al poder y a Hitler al trono no pasara de ser un juego de opereta. Jaspers era duro, acerado: el nazismo no fue una fuerza demoníaca desencadenada sino la maldad absoluta auspiciada por la dejación de responsabilidades por parte de la ciudadanía, de modo que podría asegurarse que ésta fue responsable políticamente de lo sucedido. ¿Dónde radicaba el fondo del asunto? En la renuncia a la autonomía político-moral que se desangró al ser entregada a un proyecto que ya no podría detenerse.
No deseo ni por asomo comparar el asunto al que me he referido brevemente con el tema hispánico de la corrupción desatada o, si se quisiera, de otros problemas no menos graves que nos afectan igualmente –como podría ser el doloroso episodio de los miles de migrantes que mueren en su intento de instalarse en Europa-. Pero me sentiría corresponsable de tamaños desmanes si esquivara la oportunidad para subrayar que, existiendo corrupción en los cauces políticos de la vida española, ello es debido a que la ciudadanía permite la corrupción al situar en lo más alto de la pirámide política a gentes que escalan para robar y estafar y que, descubiertas las millonarias picarescas, se encogen de hombros y miran para otro lado. Mucho me temo que tenemos lo que nos merecemos porque nuestra moralidad ciudadana ha quedado enfangada por el oportunismo o la animadversión cainita. Los alemanes de 1940 echaban de menos de vez en cuando la presencia de un judío; bien, y qué, pensaban. Muchos españoles del siglo XXI se sienten menospreciados por la clase política y desposeídos de bienes básicos; bien, y qué, nada podemos hacer, susurran resignados. Y vuelta a empezar: se premia de nuevo al canalla. Librarnos de la desasosegante impresión de la corresponsabilidad en tales miserias pasa por la inmediata moralización de la ciudadanía. Y, de lo contrario, al abismo.
Un comentario en “Corrupciones, corruptos y ciudadanía. Por José Luis Rodríguez García”