Puede parecer un exceso que escriba que la socialdemocracia del siglo XXI no será la del siglo XX justo cuando los últimos datos del CIS hablan de un fuerte ascenso electoral socialista impulsado por el regreso de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE. Pero la historia tiene sus dictados y sus leyes. Y esas leyes parecen anunciar el ocaso de la socialdemocracia. La pérdida de entidad política de sus secciones nacionales y, sobre todo, su desorientación ideológica son ya un hecho. La cuestión es determinar dónde va a parar el agotamiento de ideas y de energías.
El ascenso de la socialdemocracia en la segunda mitad del siglo XX fue posible por una conjunción de circunstancias de alcance histórico, que dieron lugar al estado del bienestar. A riesgo de resultar en extremo esquemático, esas circunstancias pueden resumirse en la combinación de una onda larga expansiva de la economía mundial, la ampliación de las sociedades occidentales producto del ascenso y estabilización del movimiento obrero, y la crisis del movimiento comunista internacional. Hoy no parecen darse ninguno de esos tres rasgos. Las crisis sistémicas sacuden la economía internacional y las perspectivas a medio y largo plazo parecen sombrías. El margen para la apertura de las sociedades avanzadas parece muy limitado en comparación con el que conoció el siglo anterior. El movimiento comunista internacional ha desaparecido. En su lugar emergen nuevos movimientos populistas, tanto por la derecha como por la izquierda. El resultado de estas nuevas condiciones es la puesta en cuestión de la gran construcción europea: la Unión Europea. El estado del bienestar europeo adquirió la forma de un imperio, la UE. Y ahora ese imperio se resquebraja. La socialdemocracia europea jugó un papel decisivo en la construcción de la unidad europea. Pero ahora mismo carece de respuestas ante el riesgo de ruptura y hundimiento del edificio europeo. Vista a escala nacional la impotencia de la socialdemocracia adquiere otros perfiles. El movimiento obrero –del que surgió– se ha diluido y ha perdido su antiguo papel democratizador. La extrema derecha se presenta como defensora de los trabajadores y compite con la izquierda por la hegemonía en los bastiones obreros. El sindicalismo se ha hiperburocratizado. Su credibilidad está muy mermada. Los partidos socialdemócratas son ahora aparatos burocráticos, sin apenas vínculos con los movimientos sociales, que funcionan como clubes electorales. Han dejado de ser organizaciones de masas y se limitan a la gestión de los procesos electorales. El liderazgo que pueden ofrecer es muy débil. Sus líderes, en estas condiciones, son miembros del aparato más o menos avispados o ambiciosos. Sus méritos consisten en sacar el mayor provecho posible de las dinámicas burocráticas. No proceden ni de los movimientos sociales -muy decaídos- ni de los foros públicos abiertos -intelectuales, periodistas, profesionales-. El ejemplo español es ilustrativo. Los líderes actuales -Sánchez, Díaz, López- son burócratas carentes de currículo más allá de sus actividades en el aparato. Carecen de personalidad. O, mejor dicho, su personalidad consiste en su cargo. Esa pobreza de liderazgo permite que pueda ejercer esa labor cualquiera: por ejemplo, Zapatero o los tres mencionados.
El debate político en los aparatos socialdemócratas suele oscilar entre dos polos: la reivindicación de la identidad socialdemócrata y la reivindicación de la izquierda. Ni que decir tiene que ambas opciones son falaces. La identidad socialdemócrata no existe. No hay un pensamiento socialdemócrata. Hay una historia. Pero la historia de la socialdemocracia consiste en la superación de los dogmas sectarios y la acomodación a las necesidades sociales. Por dogmas sectarios hay que entender, en primer lugar, el marxismo. Esa acomodación a las necesidades sociales, a la realidad si se quiere, tuvo un precio: la debilidad de las señas de identidad. Las señas de identidad socialdemócratas fueron y son sus fronteras: la derecha y el comunismo. Pero la tendencia a la acomodación a las necesidades pasa factura: desdibuja la frontera con la derecha y deja de paso espacio para la emergencia de populismos de izquierda. Más allá de esas fronteras, la apelación a la identidad socialdemócrata no es más que nostalgia de un pasado que no volverá. Por otro lado, levantar la bandera de la izquierda significa dos cosas: la primera, una adaptación a los populismos de izquierda, esto es, el infantilismo, la negación de la responsabilidad; la segunda, una huida hacia delante respecto a las tareas de gobierno, que conlleva el deslizamiento a posiciones marginales electoralmente.
En esta disyuntiva hay que tener en cuenta un factor decisivo: la responsabilidad nacional. Aún en decadencia los partidos socialdemócratas tienen sobre sí una enorme responsabilidad en sus estados. ¿Cuánto ha dado que hablar la coalición de la socialdemocracia alemana con la CDU de Merkel entre 2005 y 2009 y su continuidad desde 2013? Desde fuera de Alemania ese pacto fue leído como un hecho antinatural. ¿Cuántos dirigentes socialistas no se han lamentado de tan grave error? Claro que no eran alemanes. Para los no alemanes no resultaba nada fácil entender la responsabilidad. Esa responsabilidad será la causa de nuevas coaliciones con la derecha más allá de las fronteras alemanas. Me explicaré.
He llamado a la UE imperio. Es un imperio porque es un dominio plurinacional o plurirregional. Tiene un limes, unas fronteras, asaltadas por los excluidos. Tiene también un contenido: derechos políticos, beneficios sociales, patrimonio material e inmaterial. Sus ciudadanos aspiran a la conservación y fomento de esos contenidos. Millones de personas excluidas –los “nuevos bárbaros”– aspiran a participar también de esos contenidos. Es una aspiración legítima. Esta situación conlleva una dinámica política conservadora. Son conservadores la derecha, la socialdemocracia y los populismos. Estos últimos, a pesar de ellos y de su discurso. Los sindicatos obreros están en la vanguardia del conservadurismo. No queda otra. En este marco las opciones de derecha tienen ventaja. Puestos a conservar, ellos son los más legítimos conservadores. La socialdemocracia sufre y sufrirá un desgaste imparable. Acosada por los populistas de izquierda, solo tendrá opciones de poder en la medida en que la derecha se colapse. Y esas opciones irán a menos. Nuevas opciones “de centro”, “liberales”, “renovadoras” competirán por el espacio que dejen las crisis de la derecha convencional. En estas condiciones dos posibilidades aparecen para la socialdemocracia y ninguna es buena: la tendencia a la disolución -como ocurrió con los partidos eurocomunistas- y la tendencia al marginalismo. Ejemplos europeos de las dos tendencias se han dado en la historia reciente, sobre todo en el sur de Europa.