Parecidos razonables

Parecidos razonables
Antonio Piazuelo Plou
Antonio Piazuelo Plou, Ingeniero Técnico Industrial, ex diputado del PSOE

A primeros de 1981 la jovencísima democracia española atravesaba una profunda crisis que se puede resumir en tres puntos. Por una parte, la UCD, el partido gobernante de centro-derecha, que hilvanaron los herederos del régimen franquista, que estaban por la apertura, se descosía en medio de sus contradicciones y de la ambición de sus dirigentes. Al tiempo crecían las maniobras golpistas de la extrema derecha, conchabada con los militares que no asumían los nuevos tiempos Tramas golpistas que se multiplicaban con poco disimulo y cuyos dirigentes más extremistas consideraban al Rey Juan Carlos I como un traidor con el que convendría ajustar las cuentas llegado el momento. Y por la izquierda –única alternativa a la UCD, puesto que la otra Alianza Popular, era el más rancio franquismo- no faltaban descontentos y resabiados. Habían visto cómo sus líderes renunciaban a lo que entonces eran aún sus señas de identidad: el marxismo en el PSOE, el leninismo en el PCE y la República en los dos.

La cosa desembocó en el 23-F, como sabemos. Durante unas horas pareció que todo se derrumbaba, pero, de madrugada ya, apareció el Rey en todos los televisores con un discurso que puso punto final a la intentona golpista. Hubo un llamamiento a la moderación y a la unidad entre las filas de los demócratas (que surtió efecto) y, año y pico después, el Partido Socialista se alzó con el Gobierno para protagonizar los últimos pespuntes de la transición, consolidar la monarquía juancarlista, mantener a España en la OTAN y llevarla definitivamente a Europa. Además de reformar y modernizar en gran medida el país.

La sombra del 23-F duro poco tiempo, de modo que los radicales de la izquierda vieron cómo iban cayendo en el desván, una por una, las viejas banderas. Allí fueron a parar república, laicismo, himnos y nacionalizaciones. Juan Carlos I tuvo un largo respiro de treinta años, la Iglesia Católica salió mejor parada (mucho mejor) de lo que podía imaginarse y el socialismo del 36, se vio sustituido por el socialismo del 82.

Lo mismo que las nacionalizaciones anunciadas dejaron paso a las privatizaciones que nadie anunció.

El fracaso del golpe afianzo la democracia es cierto. Pero también aseguro, benefició, de forma mucho más concreta, a la Corona, al Dinero y a la Iglesia, que vieron alejarse por largo tiempo a los fantasmas amenazantes de aquel momento. Algunos se quejaron entonces de que el partido gobernante podía haber hecho mucho más para frenar las aspiraciones golpistas de un sector del Ejército… pero algún mal pensado pudo imaginar que las dejaron crecer para obtener precisamente el resultado que, al final, arrojaron tantas turbulencias. La mejor manera de cortar la mala hierba es dejarla crecer. Los detectives de la vieja escuela sostienen que el más beneficiado por un delito es el principal sospechoso de haberlo cometido.

Treinta años más tarde, la situación del país volvía a ser preocupante. La gravísima crisis económica se llevó por delante al gobierno de Zapatero, doblegado por el ultraliberalismo europeo. Poca garantía de estabilidad era el sustituto: el PP tenía pendiente una larga ristra de casos de corrupción que, previsiblemente, acabarían poniéndole contra las cuerdas a medio plazo. Algo que ya está sucediendo. Y los escándalos afectaban también a la Corona, intocable hasta ese momento. El Caso Urdangarín y la desdichada cacería en África fueron los fogonazos que alumbraron otros asuntos turbios, ocultos hasta entonces tras las espesas cortinas de La Zarzuela y que, poco después, llevarían al monarca del 23-F a abdicar en su hijo. En Felipe VI.

Al tiempo, una marea inundaba las ciudades españolas: una nueva izquierda republicana, laica y anticapitalista, que volvía a agitar viejas banderas en un terreno abonado por los efectos de la crisis sobre las clases medias de todo el país. Y esa marea (o todas las mareas que confluyeron en ella) amenazaba con seguir creciendo a causa del descontento por los recortes sociales y por el deterioro económico que sufrían amplios sectores de la población. Por suerte (o para desgracia de algunos), el espantajo del golpe militar estaba ya en el baúl de los recuerdos.

Pero solo un año antes, en 2010, el Tribunal Constitucional había emitido una sentencia que derogaba varios artículos del Estatut de Cataluña, pactado por el Gobierno de Zapatero con el nacionalismo catalán. El apoyo activo de los nacionalistas a la reforma estatutaria debía asegurar su lealtad a la norma durante algún tiempo, tal vez unas cuantas décadas, como el de 1980 lo aseguró hasta entonces.

La sentencia, jaleada por la derecha españolista que la propició, abrió la espita del victimismo catalán, que encontró en ella un asidero para sacar a pasear otra vez el independentismo. Durante cinco o seis años esta marea desestabilizadora fue creciendo, paralelamente a la otra, sin que el Gobierno de Mariano Rajoy pareciera darse políticamente por aludido. Rajoy se limitaba a descalificar la reivindicación secesionista y a judicializar el asunto a base de querellas y recursos, convirtiendo la política en asunto propio de abogados del Estado y fiscales. Si todos sabían lo que ocurriría incluyendo el gobierno ¿porque se actuaba de esta manera?

Así, hasta que el grano reventó. En septiembre del año pasado, el Parlament aprobaba las normas para el referéndum de independencia y para guiar los pasos que deberían conducir a la República catalana. Una nueva intentona golpista, esta vez no militar sino civil. La respuesta del Gobierno fue la misma: los tribunales de Justicia. Finalmente, y a falta de una acción política que encontrase una salida a la crisis, los secesionistas proclamaron la república con una Declaración Unilateral de Independencia. Y entonces, como treinta y tantos años antes, apareció el Rey. Esta vez no era ya Juan Carlos I, sino Felipe VI. Su discurso tuvo muchos puntos en común con el de su padre. Defensa de la legalidad y desautorización tajante de los golpistas. También un llamamiento a la unidad y a la moderación de los partidos constitucionalistas.

A diferencia de 1981, el gran capital tiene ahora un recambio para el PP, el que entonces no tenía para UCD. Ciudadanos crece en las encuestas mientras los de Rajoy viven sus peores horas. El PSOE se tienta la ropa para que nadie le tome por dudoso en la defensa de la unidad nacional. Podemos se enajena la simpatía de muchos españoles. Y el monarca, tras su discurso, recibe buenas calificaciones en las encuestas por primera vez en mucho tiempo.

El resultado de este largo y tortuoso camino no deja de ser curioso, si nos fijamos: el número de independentistas en Cataluña, después de tanto ajetreo, permanece estable, votación tras votación. En torno a los dos millones. Por el contrario, crece (y de qué manera) el voto a las formaciones de la derecha se estanca o desciende el voto a la izquierda y mejora sustancialmente la valoración de la monarquía.

¿Hay o no hay un parecido razonable entre una situación y la otra? ¿Es la intentona golpista de Puigdemont una reedición de la de Tejero? ¿Estamos ante otros treinta años de sosiego y buena caja para la Corona, la Iglesia y el Dinero? ¿Los errores cometidos antes, durante y después del procés son eso, errores, o son los pasos de un plan inteligente que busca ese objetivo y está a punto de conseguirlo?

¿Y si el próximo gobierno es Ciudadanos con Psoe y la abstención del PP ‘? La respuesta a esas preguntas debe darla cada uno Yo, ya lo hice, por eso no me preocupa mucho, la situación política (Cataluña, etc.) y sigue preocupándome la situación económica. Que es justamente, de la no quieren que nos preocupemos

No olviden la teoría de los detectives de la vieja escuela: el más beneficiado por un delito es el principal sospechoso de haberlo cometido.

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