El centro derecha español, descabezado y sin cetro, deberá repensar, como bien ha postulado el exministro García Margallo si la causa de su paraíso perdido fue la nariz de Cleopatra, o por el contrario la conjunción de unos factores políticos, sociales y económicos que hacían insostenible el estoicismo en la práctica gubernamental.
Si la nariz de Cleopatra hubiera sido menos prominente y aguileña, los botes fluviales del Antiguo Egipto habrían remontado el Tíber hasta el corazón de la Toscana, y hoy, tal vez, un turista pavoroso se inclinaría de hinojos ante el reflectante brillo lapislázuli de África cuya gemas, incrustadas en todas las arquitecturas toscanas, lo deslumbrarían. Pero aquella nariz no enervó la ambición de Octavio Augusto, ni le hizo sucumbir a los encantos de Oriente. Así han llamado los historiadores -nariz de Cleopatra- a todo hecho accidental, imprevisto y azaroso, que altera el devenir lógico de los acontecimientos. Hubo historiadores que abusaron de ello a la hora de encontrar una causalidad, como Plutarco en sus Vidas Paralelas, hubo otros que aun construyendo una nueva teoría del conocimiento histórico basada en el materialismo histórico, como Karl Marx, tuvieron que reconocer la existencia del accidente en la historia, si bien con un carácter residual, relegándolo a un papel de acelerador o ralentizador de procesos de cambio social. Para el historiador británico E.H. Carr, lo casual e imprevisto irrumpe, como una espita que enciende la caverna, en un orden de causas lógicas que no se ven alteradas por lo accidental. Sin ser relevante a la hora de explicar el por qué de los hechos históricos, el azar y su perturbadora casualidad tiene unos efectos por los que la necesidad de la causación lógica penetra, iluminando la caverna.
Ese azar, ese imprevisto accidente, le llegó en forma de sentencia Gürtel al gobierno del PP y a todo el espectro parlamentario. No esperaba el centro derecha español que los bigotes de uno de los encausados en la trama de corrupción institucional condenarían al partido en el poder como responsable a título lucrativo. Tampoco, el PSOE vislumbraba a corto plazo conformar un gobierno en solitario, y menos hacerlo con la facilidad con que así ha sido. La sentencia de la Audiencia Nacional tuvo un efecto facilitador de la moción de censura, actuó como antorcha que en mano de los hombres ilumina las ideas que hay detrás de las sombras. La sentencia Gürtel permitió que la causación lógica de una realidad política y social –caracterizada por la pérdida de mayorías parlamentarias, la ausencia de consensos, la inestabilidad institucional, la ruptura de lealtades interterritoriales, el viraje primoriverista de Cs, la pauperización laboral, la desigualdad social, el detraimiento de las prestaciones sociales, la limitación de libertades, el endeudamiento público, el imperio de la capitalización extranjera sobre las principales empresas y sectores económicos del país, etc. penetrara con todos sus efectos, como una necesidad, en el discurrir de la gobernación del Estado. Corrupción de los partidos políticos hubo siempre, connivencia de las instituciones también. Ahí están el caso Flick en los años 80 sacando a la luz toda la financiación irregular de los partidos políticos, el caso Sóller, el caso de las tragaperras del PNV o las irregularidades del caso Filesa. Es pueril creer que la corrupción por sí sola puede provocar el éxito de una moción de censura y la caída de un gobierno. Tiene sus efectos sin duda, pero no son relevantes a la hora de explicar el cambio político o el decaimiento de un régimen.
El centro derecha español, descabezado y sin cetro, deberá repensar, como bien ha postulado el exministro García Margallo si la causa de su paraíso perdido fue la nariz de Cleopatra, o por el contrario la conjunción de unos factores políticos, sociales y económicos que hacían insostenible el estoicismo en la práctica gubernamental. García Margallo es el último cetáceo en el centro derecha español, y tras él, no queda nadie en el PP con voluntad para semejante esfuerzo intelectual. Aún le quedará vida suficiente al exministro para que otra sentencia en ciernes le haga repensar su idea de España. Constituido ya el Govern de Cataluña, el Tribunal Constitucional no tardará en pronunciarse sobre el alcance coercitivo de la ejecutoria del artículo 155 de la CE. Tal vez, la triada anticonstitucionalista del PP, PSOE, Cs considere que la sentencia no alterará el devenir de los acontecimientos por cuanto refrenda su política de hechos consumados. Sin embargo, prever que esta sentencia no tendrá alcance político e institucional tras lo vivido con el caso Gürtel es vivir en una arcadia feliz.
Da igual que un afanado gobierno socialista se ufane en controlar un proceso de estabilización institucional y reforma política. El dictamen del TC pondrá en marcha mecanismos de respuesta en todas las fuerzas políticas y sectores estratégicos de la sociedad española. A quién barrerá del escenario político es difícil de predecir y dependerá de hacia dónde se incline su fallo. Unos argumentarán que no responde al consenso protoconstitucional del 78 y otros que abre un marco postconstitucional que exige nuevo desarrollo jurídico.
Las Actas de la Ponencia Constitucional dan sentido a todos los artículos de la CE. En ellas están los debates, los acuerdos y disensos de quienes la redactaron, en ellas las enmiendas al anteproyecto de Constitución. Por ellas sabemos que las enmiendas presentadas por la extinta UCD de incluir en el 155 la posibilidad de disolver los parlamentos autonómicos fueron rechazadas por la cámaras siempre que se presentaron. Sabemos que ninguno de los ponentes propuso el cese o suspensión de la representación legítima de los territorios autónomos y que incluso varias enmiendas, entre ellas la del Partido Socialista Catalán defendieron la necesidad de que los representantes autonómicos pudieran presentar recurso de inconstitucionalidad ante las medidas tomadas. Precepto que no se ha cumplido en el caso actual por cuanto la representación quedó extinguida de facto impidiéndoles ejercer su derecho al recurso. Anomalía jurídica que el propio TC trató de solventar cuando suspendió el plazo de alegaciones hasta tanto no estuviera constituida la legítima representación de la Generalitat. Enorme paradoja jurídica.
¿Cual es el alcance actual que nuestra Constitución da a la acción coercitiva de los órganos centrales sobre los órganos autonómicos?. En la España protoconstitucional del 78 ese alcance no era el que se derivó de los recientes Reales Decretos del 21 de octubre. El alcance coercitivo del Estado se interrelaciona con el modo en que se ejerce la soberanía nacional. La soberanía es el ejercicio del poder, y éste lo es -nos dirá Hobbes- por su capacidad de coerción ya que el temor al castigo le da viabilidad. Mas no es la época de Hobbes la que vivimos ¿verdad?. Sabemos que en un Estado de derecho el poder de coerción se regula, se autolimita a través del pacto constitucional al cual el poder queda sujeto, de ahí que el poder coercitivo encuentra su legitimidad no en un criterio de oportunidad que lo dejaría al arbitrio de quien lo ejerce o de quien ostente mayoría en uno de sus órganos de representación, sino que la coerción se asienta en un criterio exclusivamente jurídico al cual debe atenerse. Pero este principio básico de un Estado democrático y de derecho que tiene el pacto constitucional y el consenso político como horizonte se convirtió en moneda de cambio de los dos partidos alternantes en el poder. ¿Cual es el alcance que la Constitución da a la acción coercitiva de los órganos centrales sobre los órganos autonómicos? El que nosotros digamos, respondieron. El que pactemos en un despacho y divulguen los mass media. Había serias dudas sobre el grado de coerción permitido por el artículo 155, pero imperó el criterio de oportunidad política por encima del criterio de legitimidad jurídica. Que posteriormente haya una sentencia que avale retrospectivamente los hechos consumados no va a paliar el daño al proyecto democrático de convivencia y consenso político logrado en 1978. Un proyecto que tuvo el refrendo de Europa por el acuerdo logrado años antes en el Congreso de Munich (1962) entre todas las fuerzas opositoras al régimen franquista sobre la futura implantación de cinco principios básicos que hacían posible la pertenencia de España a la Unión Europea, entre ellos, el respeto y reconocimiento de la identidad de sus distintas comunidades naturales. Ese compromiso que tanto costó alcanzar a la generación del exilio, que transmitió como imperativo a los nuevos agentes políticos de la Transición, no podía contemplar un artículo 155 que dinamitara el equilibrio sobre el que se asentaban las lealtades recíprocas, de ahí que cualquier iniciativa en ese sentido fuera obviada por los ponentes de la Constitución y mayoritariamente rechazada por las Cámaras en la fase de enmiendas. Una investigación en profundidad sobre los dilemas que suscitó la redacción del artículo 155 de la CE y su tramitación parlamentaria arrojaría luz en medio de la caverna. La palabra lo soporta todo, el papel no.
Predecible es que el dictamen del TC, cualquiera que éste sea, influirá en el devenir de los acontecimientos. Puede que lo haga en el momento más inesperado, cuando no se la espera, ni interesa. La exigencia de responsabilidades políticas y la reorganización de los discursos en los partidos será su efecto. Ningún modelo de estado, ni ninguna reforma constitucional podrá abrirse paso hasta en tanto no sepamos cuál es el alcance coercitivo de los órganos centrales sobre los órganos autonómicos. En todo caso, la sentencia nunca será lo que explique la necesidad de una reforma constitucional, será eso sí otra nariz de Cleopatra.