
Leemos para aprender, gozar y ser mejores ciudadanos. Y sobre todo, para no estar solos.
Es una opinión generalizada que cada vez se lee menos entre los niños y jóvenes, por supuesto también entre los adultos, lo que es motivo de preocupación para las autoridades educativas y para numerosos pedagogos, ya que la lectura es probablemente una de las mejores alternativas a la hora de llenar el ocio, así como también una fuente inagotable de sensaciones y placeres diversos. Quien haya adquirido el hábito de la lectura será harto complicado que pueda aburrirse. Mas las ventajas son otras muchas, tal como manifiestan algunos escritores de renombre.
Amos Oz, escritor israelí, en su discurso de toma de posesión del Premio Príncipe de Asturias de 2007 en la modalidad de las Letras, nos dice: Si adquieres un billete y viajas a otro país, es posible que veas las montañas, los palacios y las plazas, los museos, los paisajes y los enclaves históricos. Si te sonríe la fortuna, quizá tengas la oportunidad de conversar con algunos habitantes del lugar. Luego volverás a casa cargado con un montón de fotografías y de postales. Pero, si lees una novela, adquieres una entrada a los pasadizos más secretos de otro país y de otro pueblo. La lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas. Cuando lees una novela de otro país, se te invita a pasar al salón de otras personas, al cuarto de los niños, al despacho, e incluso al dormitorio. Se te invita a entrar en sus penas secretas, en sus alegrías familiares, en sus sueños. Y por eso creo en la literatura como puente entre los pueblos. Creo que la curiosidad tiene, de hecho, una dimensión moral. Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo. La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana. Parte de la tragedia árabe-judía es la incapacidad de muchos de nosotros, judíos y árabes, de imaginarnos unos a otros. De imaginar realmente los amores, los miedos terribles, la ira, los instintos. Demasiada hostilidad impera entre nosotros y demasiada poca curiosidad.
La Fundación Germán Sánchez Ruipérez concedía unos premios con el objetivo de estimular trabajos de reflexión y creación sobre la experiencia y la importancia de la lectura, y el desarrollo del hábito lector. El premio recaía en un artículo, aparecido en un diario o revista españoles, que cumpla dicho objetivo.
En el 2000 el premiado fue Juan José Millas por el artículo Leer, del que reflejo una pequeña y bellísima migaja: A veces, para acordarnos de que las palabras tienen sabor, conviene poner dificultades entre ellas y nosotros. O leer en un idioma extranjero. Un día, volando en una línea aérea alemana, me puse a hojear la revista de a bordo y lo entendí todo hasta que caí en la cuenta de que no sabía alemán. Ahora que tanta gente se va a estudiar inglés a Londres, hay que reivindicar el don de lenguas, que consiste justamente en disfrutar de los idiomas con la boca. Si te relajas y no piensas tanto en el significado de las frases como en su sabor, lo comprendes todo sin necesidad de estudiar. Cuando las palabras sean un bien escaso, como el caviar, recuperaremos el asombro de tragárnoslas y de volverlas a la boca, como los rumiantes, para masticarlas por segunda vez. El problema es que comemos palabras a todas horas, todos los días del año.
En el 2002 el premiado fue Alberto Manguel por el artículo Places por la lectura. Ahí va un fragmento: No hay remedio. La lectura no consuela. En cambio puede, misteriosamente, servir de espejo. En un verso de Blas de Otero, en un párrafo del Quijote, en las menos prestigiosas palabras de Emilio Salgari o Conan Doyle, algo –una imagen, una música, una idea- adquiere para un determinado lector la calidad de traducción de una sensación precisa, de una intuición, una ocurrencia. El regreso de Ulises, la muerte de Melibea, el curioso martirio de San Manuel Bueno, la pasión de Clarisse en Esplendor de Portugal, la apenas comenzada vida de Tristram Shandy, las decorosas listas de Sei Shonagon, son algunas de esas páginas en las que he encontrado, repetidamente, el reflejo de mi experiencia. María Elena Walsh escribió hace muchos años un poema cuya conclusión dice así: “Y si alguna vez te desespera / un gran silencio, es el silencio mío”. Basta leer esto para no sentirme solo.
En el 2003 el premiado fue Gustavo Martín Garzo por el artículo Enseñar a leer a un niño, del que expongo una buena parte: Conviene empezar cuanto antes, a ser posible en la habitación misma de la clínica de maternidad, ya que es aconsejable que el futuro lector esté desde que nace rodeado de palabras. No importa que, en esos primeros momentos, no las pueda entender, con tal de que formen parte de ese mundo de onomatopeyas, exclamaciones y susurros que le une a su madre y que tiene que ver con la dicha. Poco a poco irá descubriendo que las palabras, como el canto de los pájaros o las llamadas del celo de los animales, no son sólo manifestación de existencia sino que nos permiten relacionarnos con lo ausente. Así, muy pronto, si su madre no está a su lado echará mano de ellas para recuperarla en su pensamiento, o si vive en un pueblo rodeado de montañas les pedirá que le digan cómo es el mundo que le aguarda más allá de esas montañas y del que no sabe nada. Palabras del día y de la noche. Por eso los adultos deben contarle cuentos, y sobre todo, leérselos. Es importante que el futuro lector aprenda a relacionar desde el principio el mundo de la oralidad y el de la escritura. Que descubra que la escritura es la memoria de las palabras, y que los libros son algo así como esas despensas donde se guarda todo cuanto de gustoso e indefinible hay a nuestro alrededor, ese lugar donde uno puede acudir por las noches, mientras todos duermen, a tomar lo que necesita. A estas alturas habrá hecho un descubrimiento esencial, que existen palabras del día y palabras de la noche. Las palabras del día tienen que ver con lo que somos, con nuestra razón, nuestras obligaciones y nuestra respetabilidad; las de la noche con la intimidad, con el mundo de nuestros deseos y nuestros sueños. Y ése es un mundo que necesariamente se relaciona con el secreto. Por eso, el adulto no debe hablar demasiado al niño de los libros, ni abrumarle con consejos acerca de lo importante que es leer, porque entonces éste desconfiará. La madre que guarda en la despensa los dulces que acaba de preparar, no lo proclama a los cuatro vientos, y así los vuelve más codiciables. Las palabras de la literatura tienen que ver con ese silencio, con lo que se guarda y tal vez hay que robar, nunca con lo que nos ofrecen a gritos, y mucho menos a la luz del día, donde todos puedan vernos. El futuro lector, en suma, debe ver libros a su alrededor, saber que están ahí y que puede leerlos, pero nunca sentir que es eso lo que todos esperan que haga.
El de 2005 fue para el escritor, guionista y periodista Emili Teixidor por su artículo Estrategias del deseo o trucos para leer, publicado en el diario La Vanguardia, en el que se afirma que el deseo de leer es como contagiar cualquier otra convicción profunda, y que uno de los trucos que él utilizaba cuando se dedicaba a la docencia era llevar a clase tres libros y decir que sólo iba a hablar de dos. Luego añadía que el tercero no era para ellos y que trataba de cosas profundas que no entienden los jóvenes». El resultado era que siempre se despertaba un interés especial por ese libro no comentado. «Son trucos que funcionan con los adolescentes, mientras que para los menores de ocho años basta con que tengan algún buen maestro y unos buenos padres».»En algunos países han establecido la hora del silencio en la cual todo el personal debe permanecer callado y con un libro en las manos, desde la directora hasta el conserje, y aplicarse en la lectura.
El autor de Pan negro señaló que, en cualquier caso, no hay fórmulas mágicas para convertir a alguien a la lectura, sobre todo en el caso de los adultos. «Leemos para ser más felices, para pasarlo bien, pero si alguien ya ha conseguido esos objetivos prescindiendo de los libros, no hay por qué dar la tabarra».
En el 2006 la premiada fue la escritora, Clara Sánchez, por su artículo bellísimo, La pasión lectora, del cual expongo su final: La sangre que circula por el interior de las letras, de las palabras, es absorbida por una mente, que a su vez le entrega todo lo que sabe y lo que ha llegado a ser en esta vida. Y por eso la lectura es el único caso de doble vampirización del que todos salimos fortalecidos, con el corazón más fuerte, y más jóvenes.
En el 2007, el galardón fue para José M.ª Guelbenzu, por su artículo Hubo una vez una novela, en el que dice: Hubo una vez una novela que fue el primer libro inolvidable que un niño leyó. La vida de un libro depende del lector. Cada vez que alguien lo abre, empieza a respirar. Cuando lo abre un niño, el encuentro es una especie de nacimiento personal para él, es el comienzo de una aventura semejante a la aventura de la vida. Lo devora con curiosidad y emoción, y la imaginación se desata.
En el 2008 fue premiado Constantino Bertolo por el artículo publicado en Público Razones para la lectura. Ahí va un breve trozo: Para ser inteligente, para creerse inteligente, para sentirse inteligente. Para no estar solo, para estar solo, porque más que solo vale estar mal acompañado aunque mucho se diga que no hay libro malo. Porque hace frío ahí fuera, porque llueve sobre el corazón y gusta ver la tinta sobre los campos de nieve. Para ser entre la gente. Para fumar sin sentirse culpable, para dejar de fumar y las manos no se escapen en busca del aire de nadie. Para tener un libro de bolsillo en el bolsillo y ocuparse de un mientras, un ya veremos y de un entretanto. Por vista, gusto, tacto, olfato y oído y para saber qué alumbra lo que tanto nos gusta. Por ego y por apego. Para esconderse, para mostrarse, para vestirte, para desnudarte. Porque sí, por si, porque no, para no. Para ser feliz, por no ser feliz, por infeliz. Para andar el camino, para encontrar el camino, para olvidar el camino, para construir un camino, para hacer un alto en el camino. Para no perder el tren. Por sed, por hambre, por tierra, mar y aire. Para mirarse en el espejo, por reflejo incondicionado, para conocer quién nos habla desde el otro lado del espejo. Por ti, por mí y por ella. Porque queremos ver y que nos vean y sin embargo qué morbo da la “cita a ciegas” (el autor pone la alcoba, el editor la casa, el narrador es el que la luz apaga).
En el 2009 el premiado fue José María Merino, por su artículo titulado «El territorio de lo que somos«, publicado en ABCD, Las Artes y las Letras, Suplemento del diario ABC, el 13 de diciembre de 2008. De cuyo artículo extraigo este breve y precioso fragmento: Muchos creen, todavía en la falacia aristotélica, que sólo en la Historia está el archivo seguro de nuestras circunstancias, pero el más certero registro de lo que caracteriza a la especie humana, donde verdaderamente se encuentra la historia de nuestro corazón a lo largo de los milenios, es en la literatura, constituida desde la capacidad simbólica que nos identifica. Leer nos da acceso al gran espacio de la imaginación reveladora: el país de lo que somos, el territorio de lo que sentimos.
Además puede valorarse la lectura desde otra perspectiva. Un informe elaborado por el organismo público norteamericano Nacional Endowment for the Arts indica que, a pesar de que los índices de lectura aumentan entre los alumnos de la escuela primaria, es al llegar a la adolescencia cuando desciende, al verse menos controlados por los padres y al ofrecérseles otras formas de entretenimiento. Esta tendencia se observa también en España, donde los índices de lectura alcanzan un máximo en la franja de la edad de 10-13 años y se reducen después. El informe indica que el leer ayuda a fomentar las capacidades necesarias para expresarse y entender varios tipos de lenguajes distintos, incluidas las matemáticas. Además demuestra que el número de libros en casa predice el éxito académico. Cuantos más libros, mejores resultados en ciencias, en educación cívica y en historia, independientemente del nivel académico de los padres. En sentido contrario, la mitad de los estudiantes que en el 2003 fracasaron en el instituto tenían un nivel de lectura deficiente. Algunos especialistas cuestionan estos resultados, alegando que la relación entre capacidad lectora y el éxito académico no es estrictamente de causa-efecto, sino que indica una correlación. Así, leer tal vez no sea la causa del mejor rendimiento académico, pero los mejores estudiantes suelen leer.
Las consecuencias se prolongan en la vida adulta, según el informe: quienes leen y escriben mal lo tiene más difícil en el mercado laboral, y si encuentran trabajo, será peor. Por último, la lectura nos hace mejores ciudadanos. Los lectores participan más en trabajos voluntarios que los no lectores, según un sondeo, y votan más en las elecciones.