Tal como ha reflejado El Periódico de Aragón, los nombres de la bailarina y maestra de danza Lola de Ávila y de las científicas Martina Bescós García, Jenara Vicenta Arnal Yarza y Ángela García de la Puerta sustituirán cuatro calles de Zaragoza con nomenclatura franquista, en cumplimiento a la Ley de Memoria Histórica, Así acaba de aprobarlo el Gobierno de la ciudad. De este modo, se retirarán los nombres que hasta ahora recibían respectivamente las calles Miguel Allúe Salvador, Gonzalo Calamita Álvarez, Rumesindo Nasarre Ariño y Antonio de Gregorio Rocasolano.
Estos cambios han sido impulsados por la Fundación 14 de abril que denunció la presencia en el nomenclátor de calles de Zaragoza «de vestigios que rinden homenaje a militares o políticos afectos al golpe de Estado o al Régimen franquista que conforme a la legislación y los principios que la informan es necesario remover y sustituir por otros más acordes a un régimen democrático.
Además, esta iniciativa cumple con la propuesta presentada por Zaragoza en Común (ZeC) en el último Debate del Estado de la ciudad y que fue aprobada por unanimidad para feminizar el callejero y es fruto de un estudio encargado al Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza con el objetivo de homenajear a relevantes mujeres y reducir la gran brecha existente entre denominaciones masculinas y femeninas que existe en este momento.
Podemos estar satisfechos por este reconocimiento a determinadas mujeres. Pero también, porque desaparezcan del callejero de nuestra ciudad los nombres Miguel Allúe Salvador, Gonzalo Calamita Álvarez, Rumesindo Nasarre Ariño y Antonio de Gregorio Rocasolano.
Quiero fijarme en el personaje de Gonzalo Calamita. Para ello recurriré a trabajos de determinados historiadores de reconocido prestigio, que nos muestran la extraordinaria implicación y apoyo de Gonzalo Calamita desde el primer momento al golpe militar y a la dictadura franquista. Pueden aparecer algunos datos repetidos, pero en aras de mantener la expresividad los muestro tal como están redactados.
En primer lugar recurriré al artículo de Ángel Alcalde Fernández titulado El apoyo de la Universidad de Zaragoza a la sublevación militar de 1936. Nos cuenta lo siguiente:
“En las primeras horas del 19 de julio de 1936 puse a disposición del General Jefe de la Quinta División todos los elementos universitarios”. Gonzalo Calamita Álvarez, que ocupaba el cargo de rector de la Universidad de Zaragoza desde 1935, describió con esas palabras la decisión que proporcionaría al ejército rebelde en Aragón inestimables recursos de toda índole a lo largo de tres años de guerra. La vida académica desapareció, con las aulas clausuradas hasta septiembre de 1939 cuando la institución regresaría de las trincheras con el rostro desfigurado. Muy pronto se produjo la depuración del personal, tarea en la que el mismo Calamita se implicó. La depuración y la represión no tardaron en extenderse a todos los niveles de la enseñanza. Así, a propuesta del mismo rectorado de la Universidad de Zaragoza, la Junta de Defensa Nacional decretó el 19 de agosto de 1936 las nuevas normas que imperarían en las escuelas de primaria, cuya enseñanza debía responder «a las conveniencias nacionales». Si las escuelas se convirtieron en instrumentos de adoctrinamiento y control totalitario, la Universidad de Zaragoza, para dar cierta apariencia de actividad docente, también inauguró en 1937 una serie de conferencias de exaltación nacionalcatólica, en la que los profesores adictos a la causa rebelde, tales como Andrés Giménez Soler, Domingo Miral o Miguel Sancho Izquierdo, expresaron las justificaciones de la Cruzada, las alabanzas a los regímenes totalitarios, y las teorías fascistas y corporativistas. Por otro lado, profesores de Derecho, como Manuel Lasala, colaboraron en la censura de prensa y en la propaganda; pero especialmente útil fue el servicio de la facultad de Medicina, cuyo edificio fue plenamente ocupado por los militares, y el de la de Ciencias, cuyos científicos, con Antonio de Gregorio Rocasolano, otro de los nombres que desparece del callejero de Zaragoza, al frente, ensayaron sus conocimientos en el desarrollo de armas químicas”.
No menos interesante es dentro del trabajo La Universidad de Zaragoza durante la Guerra Civil,el «Epílogo” de Juan José Carreras Ares, publicado en Historia de la Universidad de Zaragoza. Madrid: Editora Nacional, 1983. 419-34. Nos cuenta lo siguiente:
“La pasividad con que la Universidad de Zaragoza se someterá a la larga dictadura franquista, contribuyendo a la construcción de aquella universidad «católica e imperial» que el régimen intentó levantar sobre el páramo intelectual que siguió a la guerra civil, no puede entenderse sin historiar brevemente los años de brutal cambio que son los de la guerra civil. La desaparición de la vida académica, la militarización de los edificios universitarios y la depuración y represión es lo que caracteriza el comienzo de esta etapa de tres años, etapa que cierra toda una época y abre otra. La de la universidad española—Universidad de Zaragoza—bajo la dictadura franquista.
En las primeras horas del mismo 19 de julio de 1936, el entonces rector Gonzalo Calamita Álvarez, catedrático de la Facultad de Medicina, pone a disposición del general jefe de la Quinta División todos los elementos universitarios. Desde aquel momento y hasta septiembre de 1939, la universidad permaneció clausurada y todos los edificios universitarios, a excepción del de la plaza de la Magdalena, alojaron organismos militares o sirvieron para servicios del ejército. Se requisó todo el material universitario útil en la contienda, desde modestas cámaras fotográficas hasta los mapas del Instituto Geográfico de España, que el mismo rector se apresuró a poner a disposición del Estado Mayor de los sublevados.
En palabras del propio Calamita, «la casi totalidad del personal universitario de todos los órdenes se inscribió en el ejército o en la milicia de Acción Ciudadana, según las circunstancias de su edad; todo, en fin, lo que eran, representaban o disponían las cuatro Facultades estuvo desde el día 19 de julio al servicio del Glorioso Movimiento Salvador de España.» En cierta manera sucedió así: puede comprobarse que, durante los primeros meses de la guerra civil, los profesores de la Facultad de Derecho Lasala, Del Valle, Minguijón, Pereda, Sancho Izquierdo, Sancho Seral, Prieto, Vicente Gella y Muñoz Casayus y el mismo secretario general, Sánchez del Río Peguero, que no se incorporaron al ejército, trabajaron en la censura de prensa organizada por el Gobierno civil, hasta que este servicio pasó a la Delegación de Prensa y Propaganda, bajo la dirección del decano de Derecho, Lasala. En este momento se incorporaron a la labor de censura, entre otros, el catedrático de letras Usón, el decano de la misma facultad, Carlos Riba, mientras Del Valle, de Derecho, se hacía cargo de la propaganda por Prensa y Radio. Pero, naturalmente, el peso de los servicios más ligados con la guerra recayó sobre las facultades de Medicina y Ciencias. Las instalaciones y personal del Hospital Clínico universitario fueron esenciales para los ejércitos del Norte y Levante durante sus campañas desde el Turia, Gállego y Ebro, hasta la caída de Cataluña. El decano de la Facultad de Ciencias, el doctor Iñiguez, fue agregado al Estado Mayor para el descifrado de telegramas y estudio de claves. Pero fue la sección de Ciencias Químicas la que más directa y valiosa colaboración habría de aportar al esfuerzo de guerra. «El Servicio Químico de Guerra de la Quinta División», agregado al Estado Mayor, fue compuesto en su mayoría por profesores y personal de la Facultad de Ciencias, siendo su jefe el mismo rector de la universidad. Más adelante se incorpora, a su llegada a Zaragoza en septiembre de 1936, el catedrático Antonio de Gregorio Rocasolano. Fue también el personal de la Facultad de Ciencias, encabezado por el rector, el que intentó resolver toda clase de problemas del Estado Mayor, desde la falta de combustible y aceites adecuados para los motores, hasta la fabricación artesana de más de cien mil «botellas incendiarias», trabajo realizado en los laboratorios de la facultad. Cuando en enero del siguiente año, por orden de Burgos, se constituye la Dirección Nacional de Guerra Química, será nombrado asesor y jefe de la sección técnica de Aragón el rector Calamita. A estas alturas, prácticamente había sido militarizada toda la Facultad de Ciencias y la universidad se había transformado en un importante apoyo logístico de las campañas militares.
Esta movilización y parcial militarización de la Universidad de Zaragoza al servicio de la sublevación militar del 18 de julio fue acompañada, desde el primer momento, de una sistemática depuración y represión de todas las personas que se suponían peligrosas para la causa de los nacionalistas. Durante los meses de octubre y noviembre, el Estado Mayor de la Quinta División comunica al rector Calamita, el mismo asesor de la Junta de Defensa, que, en aplicación del decreto número 108 de septiembre de la Junta de Defensa Nacional, quedan destituidos de sus cargos o suspensos de empleo y sueldo una serie de profesores y algunos subalternos de la Universidad de Zaragoza. En la Facultad de Medicina, las medidas significan una verdadera purga: fueron destituidos y dados después de baja en el escalafón los catedráticos Santiago Pi Súñer, Felipe Jiménez de Asúa, Gumersindo Sánchez Guisande y Juan Carlos Herrera, y los profesores auxiliares José María y Augusto Muniesa Berenguer. En la de Derecho lo fueron los catedráticos Francisco Hernández Borondo y Enrique Rodríguez de la Mata, y en la de Letras, el catedrático auxiliar Rafael Sánchez Ventura. En la Facultad de Ciencias los catedráticos destituidos fueron dos, Francisco Aranda Millán y Mariano Velasco Durántez; este último recurrió y se vio reintegrado al servicio con una suspensión temporal de empleo y sueldo. Aranda Millán recibió los pliegos de cargos en la cárcel de Torrero, de donde sería sacado con treinta y tres personas más por un grupo de falangistas a mediados de 1937, y fusilado con ellos cerca de Pedrola. Suspendidos por el momento de empleo y sueldo, y excluidos más tarde de cualquier cargo directivo o de confianza, lo estuvieron en Ciencias los catedráticos Juan Martín Sauras y Juan Cabrera, y en Medicina, Félix Monterde Fuertes y Benigno Lorenzo Velázquez. Todas estas decisiones tomadas por la autoridad militar fueron ratificadas por la «comisión depuradora del personal universitario» que se constituyó después, y completadas, en muchos casos, con los procesos que se siguieron por la jurisdicción militar primero y por el tribunal regional de responsabilidades políticas a partir de 1939. La Universidad de Zaragoza siguió suministrando información y apoyo a estas sucesivas instancias represivas, interviniendo incluso directamente en algunos penosos episodios. Por ejemplo, la presencia del decano de la Facultad de Medicina, el doctor Antonio Lorente Sanz, para hacerse cargo de las bibliotecas particulares e instrumental científico incautados a los catedráticos de su facultad, procesados por la jurisdicción militar, Santiago Pi Súñer, Felipe Jiménez de Asúa y Gumersindo Sánchez Guisande.
Por último otra fuente documental es del artículo Comisión Depuradora de Bibliotecas del Distrito Universitario de Zaragoza durante la Guerra Civil(1936-1939) de Luis Blanco Domingo, Profesor asociado del Departamento de Ciencias de la Documentación e Historia de la Ciencia. Ahí va:
“La Comisión Depuradora de Bibliotecas del Distrito Universitario de Zaragoza se constituyó de forma oficial el 28 de octubre de 1937. Pero las tareas que se le encomendaron tuvieron dos antecedentes previos. El primero, instigado por el gobernador civil de la provincia, Julián Lasierra Luis, consistió en el envío de órdenes a todos los alcaldes de la provincia para que, siguiendo el espíritu de la Orden del 4 de septiembre, se destruyeran los libros «nocivos».
El segundo tuvo como protagonista principal al rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, cuya radicalidad y enfervorizada defensa de los principios inspiradores del golpe de Estado le indujeron a diseñar un modelo de depuración propio. Primero solicitó el envío de los catálogos a las bibliotecas escolares, tras lo cual asignó a la Instrucción de Primera Enseñanza de Zaragoza la potestad de depurar las obras consideradas peligrosas, tanto las vinculadas con la docencia como aquellas que integraran la biblioteca escolar, advirtiendo de la imposición de graves sanciones a aquellos profesores que actuaran de forma negligente o pasiva, y confeccionar un listado de esas obras, compuesto finalmente por 4.289 títulos, que contrasta significativamente con el redactado por Pascual Galindo, presidente de la Comisión, más breve, intencionado y selectivo. En el propio preámbulo se expone su verdadera intención: servir de modelo expurgador para todas las provincias que paulatinamente se iban conquistando «para cumplir como nosotros, con el mayor entusiasmo patriótico, lo dispuesto en tan trascendental disposición» (Catálogo general…, 1936).
En la siguiente fase intervendría una comisión designada y tutelada por él mismo, que tendría como objetivo el estudio y clasificación final de las obras, separando las permitidas de las que debían ser retiradas de la consulta pública.
Andrés de Blas (2011) señala la evidente contradicción entre las disposiciones del gobernador civil, dirigidas a eliminar directa y contundentemente todas las obras que se consideraran sospechosas o contrarias al Nuevo Estado, frente al mandato del rector, indirecto y en principio menos traumático, al establecer un filtro mediante la confección de los catálogos. Sin embargo, el alcance de la orden de Calamita se redujo a la provincia de Zaragoza.
Ambos antecedentes, y sus consecuencias en forma de destrucción masiva de libros, explican en buena medida la ausencia de títulos y autores marcadamente izquierdistas o revolucionarios entre los listados e informes que manejó la Comisión, y que integraron el registro que se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza”.
Por los datos proporcionados en los tres documentos anteriores podemos conocer perfectamente la implicación incondicional de Gonzalo Calamita con golpe de Estado o el Régimen franquista. En numerosas ocasiones he comentado que resultaba inconcebible en una democracia madura el mantenimiento de una calle a su nombre. Pero nuestra democracia adolece de muchos defectos. Podemos observarlo en estos dos hechos.
El BOE de 4 de julio de 2018 publicó la concesión del título de duquesa de Franco, con Grandeza de España, a Carmen Martínez-Bordiú Franco, tras el fallecimiento de su madre, Carmen Polo, a quien el rey emérito Juan Carlos I otorgó, en noviembre de 1975, tal título. ¿Tal concesión está relacionada con su discurso de proclamación como Rey de 22 de noviembre de 1975?: «Una figura excepcional entra en la Historia, con respeto y gratitud quiero recordar su figura. Es de pueblos grandes y nobles saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda su vida a su servicio».
Que el dictador Franco después de 44 años de su muerte permanezca todavía en el Mausoleo del Valle de los Caídos, como símbolo de su victoria y humillación de los vencidos, es una anomalía democrática. ¿Existe algún mausoleo de Hitler en Berlín, de Mussolini en Roma, de Pol Pot en Nom Pen, o de Videla o Galtieri en Buenos Aires?
Que en 22 años de gobierno del PSOE no se haya corregido este auténtico insulto a la dignidad de la sociedad española llama la atención. No sorprende que no haya hecho nada la derecha y que ahora se oponga. Del PP sabiendo de dónde vienen se explica su conducta. Pero el partido de Albert Rivera, ¿No traía aire fresco a la política española?
A una ciudadanía impregnada de valores democráticos una dictadura le resultaría intolerable. Y sin embargo, a muchos españoles la exhumación del dictador les resulte irrelevante o incluso está en contra. Lo que resulta muy inquietante, demostrando que la democracia auténtica, que es mucho más que votar cada 4 años, no ha calado en profundidad en esta España nuestra.