Frente a la comisaría de la Policía Local, en Montera, 16, había un bar estupendo, con terracita e interior amplio, frecuentado por turistas y también por polis fuera de servicio.
Allí estaban Carla y Morales, desayunando tras terminar el cansino turno de noche que les había tocado esa dichosa jornada de septiembre: Tostadas con tomate y jamón, cafés con leche, tiernas magdalenas sabrosas y unos churros deliciosos. Se lo habían ganado.
Al terminar, Carla bajó al servicio, cuya curiosa puerta cerrada se abría con una combinación que sólo decían a los clientes, para evitar abusos de la calle.
Carla tecleó el código que le dijo la camarera. Una y otra vez. Mas la puerta no se abría. “Maldita tecnología y el siglo XXI que la engendró”, pensaba.
Tenía tantas ganas de orinar y de lavarse las manos, que cogió sus ganzúas. Probó, hasta que una de ellas abrió la puerta. Aun así la puerta no cedía, tuvo que empujarla a dos manos, como si estuviera atrancada por dentro. Entró y halló la sorpresa fatal.
El cuerpo de una señora en el suelo obstruía la puerta.
En seguida, la agente alertó a Morales, que llamó a su vez a otros oficiales de la comisaría frontera. El local se llenó de policías. El inspector Quintero se puso al mando.
La mujer inerte llevaba cantidad de abalorios: sortijas en las manos, pulseras llamativas, buenos pendientes, aunque no collar en el cuello. Eso sí, una jeringuilla clavada en su brazo, cual banderilla llena de sangre, daba la dentera de la muerte.
Los clientes y camareros del local se apiñaron alrededor. Quintero tuvo que poner orden, pedirles que desalojaran y llamar al juez para que viniera a levantar el cadáver.
─¡Ha muerto por sobredosis! ─dijo Morales.
─No lo creo ─dijo Carla.
El inspector Quintero, que empezaba a fiarse ya más del juicio de la novata Carla, que de los vagos presentimientos observatorios de Morales, dijo: “¿Por qué?”.
─Esta mujer de mediana edad no parece un drogata al uso.
─¿Entonces? ─preguntó Quintero.
─Yo a esta mujer la conozco. Me suena de la tienda de enfrente.
Un par de establecimientos más abajo de la comisaría, había una llamativa tienda de “SE COMPRA ORO”, llena de letreros amarillos. Todo quedaba cerca.
─¡Es verdad! ─dijo Morales─. Por eso venía también a desayunar aquí. ¿Pero qué le ha pasado entonces? Quizá se drogaba, nadie lo sabía y esta mañana se pasó con la dosis.
Carla se acercó al cuerpo inerte que yacía en el suelo.
─A esta mujer le gustaban mucho las joyas ─dijo─. Pero no lleva collar.
─Explícate, por favor ─dijo Quintero─. Tú eres mujer como ella.
La joven Agente de Proximidad se fijó en el cuello de la mujer.
─Tiene marca de haber llevado un collar, más blanca por darle el sol. Me imagino lo que pudo pasar. Ese collar pertenecía a otra mujer muy celosa, que tuvo que empeñarlo y no podía recuperarlo después… porque esta pobre usurera de enamoró del collar. Apuesto a que valía mucho dinero, pero lo pilló empeñado por poco.
─Vaya galimatías ─dijo Morales─. ¿Tienes pruebas de lo que dices?
─¿Para qué están las cámaras de seguridad?
─Aquí dentro no hay cámaras ─dijo Quintero─. Son los servicios.
─Pero en la calle, sí. Habrá que interrogar a los camareros, y sobre todo observar las cámaras que protegen nuestra comisaría. Veremos a qué hora entró esta mujer. Y la otra.
─¿Pero qué otra? ─dijo Morales.
─Este es el servicio de mujeres. Entró otra mujer a matarla: Hincándole en el brazo una sobredosis, quizá heroína. Luego le quitó el collar y salió pitando.
El caso dio trabajo a media comisaría todo el día.
Carla llevaba razón. Localizaron a la agresora en las cámaras: una mujer que entró en el local justo tras la usurera asesinada, a las 7’45 de esa mañana. Iba con manga larga y ancha pamela, a pesar de hacer calor, para cubrirse.
Después la identificaron. El inspector Quintero solicitó al juez una orden nacional de detención. Por último la detuvieron, en un tren AVE que iba a Barcelona.
La mujer lo negó todo. Pero llevaba puesto su collar.

Manuel del Pino es licenciado en Filosofía y Letras (Univ. de Granada, 1994). Publicó artículos, ensayos (XIV Premio de Ensayo Becerro de Bengoa con La sonrisa de la esfinge, Dip. de Álava, 2002), novelas (Olivas negras, Ed. Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012) y relatos en diversas revistas digitales.