─Tenía tierra en los pulmones ─dijo el forense.
─¿Qué significa eso? ─dijo Morales.
─Que lo enterraron cuando aún vivía.
El oficial Morales se echó a llorar. Carla nunca había visto llorar a su inmediato superior. Estaban en el Anatómico Forense de Madrid. El cuerpo, sobre la losa, apenas tapado por una sábana, se había llamado en vida Martín Morales Echagüe, primo del oficial de policía, de la rama larga de la familia que vivía en Euskadi.
─¿Cómo es posible tanta maldad? ─sollozó Morales.
Carla sintió pena de su superior. A su primo, Martín Morales Echagüe, le habían tendido una trampa por Internet, le citaron en una gasolinera de las afueras de Zaragoza, le metieron en un coche, le robaron sus pertenencias, le dejaron moribundo a golpes y así mismo le enterraron en un punto inhóspito del monte, que después un pastor encontró. Tan crueles como chapuceros. Y no digamos el forense, Carla los había visto con más tacto.
─Daría lo que fuera por vengar su muerte ─dijo Morales─, pero será imposible localizar a esos culpables malnacidos, que no merecen ni la comida que se comen.
Carla observaba la bandeja de plástico de al lado, donde quedaban las pocas pertenencias que no le habían robado al pobre Morales Echagüe, porque no valían nada. O sí. Había un pañuelo sucio, unas llaves viejas en un llavero del Athletic de Bilbao, un bolígrafo Bic de los baratos y una libretita de bolsillo, donde Martín apuntaba sus menesteres. La agente de proximidad escudriñó la libretita hoja por hoja. Había renglones ininteligibles, tachones, una especie de agenda de sus menesteres anodinos diarios… y por fin un extraño apelativo: DANA. ¿Quién sería DANA? ¿Era difícil imaginar? Para Carla no.
─Yo sé cómo hacerlo ─dijo.
El bueno de Morales dejó de llorar y se acercó a su ayudante.
─Estaba esperando que dijeras eso. ¿Pero cómo?
─Vamos a salir de aquí y a entrar en Internet.
Dejaron el Anatómico Forense, tan aséptico como apestoso en el tufo de la muerte, y buscaron un locutorio por las luctuosas calles de Madrid. Carla explicó a Morales:
─La tal DANA quedaba por Internet con desgraciados como su primo. Les prometía el oro y el moro, pero al final sólo les esperaba el moro: la trampa mortal. Tenemos que entrar en un Internet público, buscar a DANA y hacernos pasar por un incauto interesado.
Morales intervino para aducir sus razones:
─Sabemos que le mataron porque no quería entregarles su Mercedes nuevo. Todos los cuerpos policiales están buscando a los delincuentes que vendieron ese Mercedes.
─Lo sé, pero esto será más rápido.
─Hazlo tú. Yo no puedo.
El pobre Morales temblaba de la ira, la rabia y el miedo.
Entraron en un locutorio de barrio, lleno de extranjeros africanos, caribeños y de Europa del Este. Iban de paisano, así que no llamaban demasiado la atención.
─¿Cómo encontraremos la aguja de DANA en el pajar de Internet?
─Fácil ─dijo Carla, ante una pantalla─: Páginas de Contactos. Buscar a DANA.
Unos minutos después, Carla chateaba con DANA, fingiendo ser otro pobre hombre deseoso de caer rendido en los cariñosos brazos de una hermosa mujer.
─Pero ellos saben que les están buscando.
Morales, el Cenizo pesimista. Carla repuso:
─Le estoy contando que soy un empresario de Madrid, con varios negocios, coches de lujo y pisos a disposición de la vampiresa.
─¿Y se lo está tragando?
─¡Bingo! ─dijo Carla─. He quedado con DANA esta noche, a las once, en una gasolinera discreta de las afueras de Madrid.
─Yo ahí no pienso ir ─dijo Morales.
─Sí que irá. Usted, yo y toda la comisaría de Montera, 16. Llame al inspector Quintero. Vamos a coger a esos indeseables para siempre.

Manuel del Pino es licenciado en Filosofía y Letras (Univ. de Granada, 1994). Publicó artículos, ensayos (XIV Premio de Ensayo Becerro de Bengoa con La sonrisa de la esfinge, Dip. de Álava, 2002), novelas (Olivas negras, Ed. Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012) y relatos en diversas revistas digitales.