
Si nos fijamos en la historia de este continente europeo, observamos que ha estado inundado constantemente por una de las peores lacras humanas: la guerra. Robert Menasse en su libro Der Europäische Landbote nos dice: “Si en un mapa de Europa marcásemos en negro todas las fronteras políticas que ha habido en la historia, saldría una red negra tan tupida, que sería prácticamente una Europa pintada de negro. Sobre esa red negra, ¿qué línea negra podríamos considerar a golpe de vista como una frontera natural? Si sobre ese mismo mapa trazáramos una línea roja allí donde ha habido en Europa contendientes en guerra, lugares que han sido campos de batallas y frentes, la red de las fronteras desparecería cubierta por el color rojo”.
A pesar de que nos digan que uno de los grandes triunfos, de la Europa de la postguerra ha sido la erradicación de la guerra dentro de sus fronteras, no es cierto. La guerra en los Balcanes es una prueba, y los Balcanes es Europa. Srebrenica es la mayor matanza ocurrida en el continente desde el año 1945. Hace poco se produjo otra guerra en la misma Ucrania, y Ucrania es también Europa. Esta ocasión, es una nueva demostración de que, a unas pocas horas de distancia en avión del lugar donde está aconteciendo una tragedia que afecta solo a los que viven allí, otros europeos vivimos cómodos y tranquilos en nuestros propios hogares, y apartamos nuestras miradas de las pantallas de los informativos de televisión para alejarnos de ella. Esta actitud no es una novedad. Según el escritor croata Srécko Horvat, podemos comprender que algunas personas vivan tranquilamente mientras que otras, al mismo tiempo, están muriendo muy cerca, leyendo a un autor testigo de las dos guerras mundiales, y que se suicidó al no poder soportar la auténtica carnicería humana de la segunda. Se trata del austríaco Stefan Zweig. En uno de sus artículos Bei den Sorglosen (“Con los despreocupados”), publicado en 1918, cuenta la historia de su visita a los ciudadanos de Sorglosen, que disfrutan del lujo y el aire en los Alpes de St. Moritz: ríen, esquían, practican el polo y el hockey, bailan, mientras Europa se estaba destruyendo y desangrando a conciencia, ya que estaban muriendo cada día diez mil personas, la gran mayoría jóvenes
Por otra parte, es evidente que la Paz no es solo ausencia de guerra, sino también comporta justicia social y no exportar la guerra a otros lugares. En los últimos diez años los países de Europa han conseguido 2.000 millones de euros en contratos militares con Israel, más de 600 millones solo en 2012; y sin embargo la Unión Europea recibió el premio Nobel de la Paz 2012 -también lo recibió Obama en el 2009-, en reconocimiento a las motivaciones políticas profundas que sustentan la Unión: el esfuerzo sin precedentes, por parte de un número cada vez mayor de Estados de Europa, para superar la guerra y las divisiones, y conformar entre todos un continente en paz y prosperidad.
Horvat realiza un ejercicio semejante al de Menasse: “Si marcamos con una pluma con tinta negra sobre un mapa de Europa las medidas de austeridad, terapias de choque y ajustes estructurales aplicados en el continente en los últimos 20 años, todo el mapa estaría ennegrecido. De todas estas líneas negras trazadas, ¿hay alguna que merezca ser considerada como racional? Si luego tomamos una pluma con tinta roja y marcamos todos los empleos perdidos, toda la degradación humana producida, y todas las protestas surgidas en los dos últimos años, la red de las medidas de austeridad desparecerá debajo de una masa compacta de color rojo”.
La conclusión es clara. La UE no tiene ningún interés con sus políticas neoliberales de afrontar ni de solucionar las desigualdades internas sociales y económicas que muchos de sus países miembros viven y sufren, y que les están conduciendo a una auténtica guerra civil. Dentro de nuestras propias fronteras hay una cruenta guerra, como la que están librando los millares de inmigrantes que aparecen ahogados en nuestras playas; como la que están sufriendo todos aquellos, que sobreviven en condiciones ínfimas en muchas de nuestras ciudades; los millones de jóvenes condenados a no tener presente ni futuro alguno; y millones de jubilados con pensiones cada vez más disminuidas, circunstancia que propició en todo un ejemplo de dignidad, el suicidio de Dimitris Christoulas frente al Parlamento griego, en Atenas, tras dejar una nota “El Gobierno de Tsolakoglou ha aniquilado toda posibilidad de supervivencia para mí, que se basaba en una pensión muy digna que yo había pagado por mi cuenta sin ninguna ayuda del Estado durante 35 años. Y dado que mi avanzada edad no me permite reaccionar de otra forma (si un compatriota cogiera un kalashnikov, yo le apoyaría) no veo otra solución que poner fin a mi vida de esta forma digna, para no terminar hurgando en los contenedores de basura para poder subsistir”.
Esto es una guerra cruel, provocada por el capitalismo que exige no solo la liquidación de los principios que derivan del socialismo, sino también la revocación de la tradición ilustrada y de la herencia humanista y, ya puestos, de la democracia, si aceptamos que esta palabra hoy significa algo todavía. Algo huele a podrido en esta Europa. Mientras tanto, ¿a qué dedica su tiempo libre la socialdemocracia?
Pero es que además, por donde hemos ido los europeos hemos dejado un reguero de destrucción de muerte y explotación. Hemos llegado a interiorizar que tenemos el derecho de controlar, dominar y explotar cualquier territorio allende de nuestras fronteras con sus respectivas poblaciones. La conquista de América por España fue un ejemplo. Por ello, el domingo anterior a la Navidad, en 1511, el dominico Antonio de Montesinos pronunció en la isla de Hispaniola (Haití), en una iglesia con techo de cañas, un sermón «revolucionario». Hizo la primera protesta pública contra el trato que sus compatriotas infligían a los indios. El sermón, ante la minoría dirigente de la primera ciudad española fundada en el Nuevo Mundo, escandalizó e indignó a sus oyentes. Clamaba con voz llena de ira: ¿Con qué derecho habéis declarado una guerra tan atroz contra esta gente que vivía pacíficamente en su país? ¿No tienen una razón, un alma? ¿No tenéis el deber de amarlos como a vosotros mismos? Estad seguros de que, en estas condiciones, no tenéis más posibilidades de salvación que un moro o un turco». La denuncia la continuó el padre Bartolomé de las Casas. Reflejar estos hechos, para algunos es una falta de patriotismo, aduciendo que hicieron lo mismo en América, los portugueses, los ingleses, y una vez desplazados los europeos, los Estados Unidos, de acuerdo con la doctrina Monroe «América para los americanos». Justificar una monstruosidad con otra, no deja de ser monstruoso. Al respecto resulta muy interesante la lectura del libro de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina escrito en 1971, del que extraigo este fragmento de su prólogo: «Describe la historia del saqueo y cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del FMI, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors.»
El conquistador de América justifica su empresa con una misión evangelizadora y civilizadora: humanizar a los amerindios gracias al cristianismo y la civilización. Sin embargo, en el siglo XIX, el imperialismo europeo en África y el Asia olvida cualquier tipo de justificación religiosa y moral e invade, ocupa y explota territorios para proveerse de materias primas, ampliar sus mercados o contrarrestar el crecimiento y poderío de los imperios rivales. Mario Vargas Llosa nos cuenta en La aventura colonial, la actuación de Leopoldo II de Bélgica en el Congo. Con una mezcla de astucia y diplomacia convirtió a su país en una gran potencia colonial. Supo forjarse una imagen de monarca humanitario, altruista, hondamente preocupado por los salvajes. Y así en 1885, las naciones en el Congreso de Berlín, le regalaron, a través de la Asociación que él creara, todo el Congo, un territorio, unas 80 veces el de Bélgica, para abrirlo al comercio, abolir la esclavitud y cristianizar a los salvajes. Los congoleños fueron sometidos a una explotación brutal, hasta su extinción. Los castigos, para los que no entregaban suficiente látex, fueron inhumanos. Las mutilaciones de manos y pies, hasta el exterminio de hombres, y, sin embargo, los belgas recuerdan a Leopoldo II como un gran estadista.
Por ende, no sorprende la publicación en 1961 del libro Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, y con un prólogo extraordinario de denuncia de la explotación colonial de Jean Paul Sartre, el cual nos escupe a la cara con palabras de Fanon: Escuchen: «No perdamos el tiempo en estériles letanías ni en mimetismos nauseabundos. Abandonemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina por donde quiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo. Hace siglos… que en nombre de una pretendida aventura espiritual ahoga a casi toda la humanidad.»:
Dinámica histórica que sigue plenamente vigente. La estamos constatando con nuestras actuaciones recientes en Irak, Afganistán, Libia, Siria… Como señala el periodista colombiano Reinaldo Spitaletta, la civilización originaria, que priorizaba a la razón, a la libertad de pensamiento, pero también a la disidencia, sin que una ni otra fueran excluyentes, se perdió entre el humo de tantas guerras. Hoy, los civilizados son irracionales. Y los «incivilizados», todavía más.
Artículo con el tema interesantísimo. Para quienes sabíamos algo, en tu artículo y la documentación citada, encontramos fuentes donde aleccionarse.