Josep Fontana para los que nos hemos dedicado a la Historia ha sido siempre un referente. Por lo menos para mí. Uno de sus libros clásicos que todo profesor de Historia ha leído es el titulado Crisis del Antiguo Régimen 1808-1833, en el que se puede entender con una claridad apabullante ese momento clave de nuestra historia. De este libro extraigo algunas reflexiones suyas. Fernando VII fue sin ningún tipo de dudas el más taimado, el más cruel y el más dañino. En tiempos de la Guerra de la Independencia, mientras los españoles estaban luchando a muerte con el ejército francés invasor, su actuación fue vergonzosa. El 2 de abril de 1808 Fernando publicó un decreto condenando la malignidad de quienes pretendían crear malestar a los franceses. Tras la marcha de toda la familia real a Francia siguiendo los designios de Napoleón, las escenas que tuvieron lugar en Bayona fueron de una abyecta bajeza, cediendo tanto Carlos IV y Fernando VII todos sus derechos el emperador francés. Luego Fernando, su hermano Carlos y su tío Antonio marcharon a su cautiverio de Valençay, donde mostraron las más repulsivas pruebas de su vileza moral. Fernando felicitaría a Napoleón por sus victorias militares sobre los españoles. Más tarde le escribiría: “Mi gran deseo es ser hijo adoptivo de S.M. el emperador, nuestro augusto soberano. Yo me creo digno de esta adopción, que sería, verdaderamente la felicidad de mi vida, dado mi amor a la sagrada persona de S.M.I. y R”. El mismo Napoleón se sorprendió de tal servilismo. Nos sigue diciendo Josep Fontana, “No merece la pena dedicar más tiempo a estos personajillos y a sus miserias, la historia de España discurría en estos momentos muy lejos de los salones de Valençay, donde Fernando y su tío Antonio entretenían sus ocios en labores de aguja y bordado”.
Pero siempre ha estado implicado con la problemática actual, ya que todo historiador debe tener un compromiso ético con el mundo que le rodea. De ahí su libro, titulado El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social del siglo XXI, de 2013, y como siempre, he encontrado lo que esperaba, lecciones de un maestro de la historiografía. Según sus propias palabras, esta obra nace de las preocupaciones que le surgieron tras haber concluido su libro anterior Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945, al apercibirse de que la crisis siguió avanzando, pero de la que no había acabado de ver la trascendencia. En estos momentos, la profundidad del desastre y la evidencia de que se trata de un cambio de larguísima duración, que puede continuar y tener unas consecuencias catastróficas, es una realidad muy clara.
Son abundantes los historiadores de relumbrón, que utilizan sus cátedras para ponerse al servicio incondicional de los poderes políticos y económicos dominantes, impartiendo conferencias en esplendorosos salones de entidades financieras, empresariales o políticas, por lo que son recompensados espléndidamente. No es el caso de Fontana. En 1989, con motivo del bicentenario de la Revolución Francesa, desde el Instituto de Morella le invitamos a una mesa redonda, a lo que se prestó siendo catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona. Es un ejemplo de historiador comprometido, sin que la edad –tiene ya 82 años— lamentablemente acaba de fallecer- haya aminorado su espíritu reivindicativo. Sus extraordinarios conocimientos históricos, los utiliza para entender este dramático presente y buscar alguna salida de este siniestro túnel. Esa es la misión de la Historia: estudiar el pasado, para entender el presente y forjar un futuro mejor.
En la misma introducción del libro más reciente El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social del siglo XXI, al observar la perdida de los derechos sociales, el empobrecimiento de la gran mayoría y el enriquecimiento de una minoría, el desmantelamiento del Estado de bienestar para beneficio privado, las restricciones de la democracia, nos advierte que deberíamos revisar nuestra concepción de la Historia, como un relato de progreso continuo, para darnos cuenta que estamos en un período regresivo. Los momentos de progreso no han sido propiciados, porque las clases dominantes han tenido unos arrebatos de humanidad o altruismo, muy al contrario, han sido por el miedo a la revolución que les obligó a hacer concesiones. En definitiva, la presión desde abajo de la gran mayoría ha servido para alcanzar unas conquistas sociales. Además, con cierta ingenuidad creímos que estas estaban aseguradas para siempre. Observamos que no es así, ya que están siendo dinamitadas, por lo que para recomenzar una nueva etapa de progreso habrá que volver a ganarlas con métodos nuevos, porque las clases dominantes han aprendido a neutralizar los que usábamos hasta hace poco.
Sigue diciéndonos que de lo que nos está ocurriendo ahora, aunque ya se inició a mitad de los 70 en el mundo anglosajón, debemos aprender que ninguna conquista social se consigue sin lucha, la cual solo puede alcanzar el éxito, cuando se ha forjado una conciencia colectiva de que no podemos resignarnos ante la injusticia, sino que tenemos que fijar unos objetivos comunes de progreso y luchar por ellos. Para construir esta conciencia es imprescindible la comprensión de la realidad social en la que vivimos, que hoy está oculta por una información proporcionada por unos medios de comunicación en manos de las clases dominantes, que nos imponen una visión única y conformista de la realidad: es la que es y no puede hacerse nada para cambiarla. La derecha ha sido muy hábil en esta tarea, repitiendo tópicos simplistas y mensajes falsos, presentados como verdades absolutas. Como, por ejemplo, el excesivo gasto social en educación, sanidad, o pensiones hace inevitables las políticas de ajustes fiscales, que nos llevarán en volandas al crecimiento económico, con el consiguiente incremento del empleo. Si fuera verdad, ¿qué clase de empleo? Un estudio del FMI sobre 173 casos de austeridad fiscal registrados en los países avanzados entre 1978 y 2009 confirmaba que las consecuencias fueron mayoritariamente negativas: contracción económica y aumento del paro. Entonces, ¿cómo podemos entender el empecinamiento en estas políticas? Observando el caso de España, Mark Weisbrot opina que la política del gobierno de Rajoy, es debilitar el movimiento obrero como parte de una estrategia a largo plazo para desmantelar el Estado de bienestar, lo cual no tiene nada que ver con resolver la crisis actual ni con reducir el déficit público. La crisis es la excusa para destrozar todo.
El deber que debe asumir en estas circunstancias el historiador es el de contribuir a denunciar la mentira de estos análisis tramposos, realizados por auténticos trileros para contribuir, en la medida de sus fuerzas, a reinventar un nuevo futuro, que de momento es un país extraño y desconocido, una vez que han sido barridas las posibilidades de realizar el viejo, surgido en la Ilustración y que alimentó nuestras esperanzas hasta la mitad de los años 70 del siglo XX. Más desigualdad, menos derechos y más represión para que nadie lo cuestione. Este es el «extraño» futuro que el maestro vaticina a no ser que los movimientos de contestación social metan el miedo a los de arriba.
Termino con una reciente entrevista, publicada en Sociología Crítica, en la que nos expone su visión de la Historia: “Como cualquier rama del conocimiento, la Historia es una herramienta, una herramienta se puede usar para construir o para destruir. Un martillo es espléndido para la construcción y un arma para destruir. La Historia puede servir para cualquiera de las dos cosas, depende de cómo se quiera usar. La Historia juega además -porque la educación ha favorecido que sea así- en el terreno de los prejuicios y los sentimientos, que es un terreno terrible. Eso lo ha analizado muy bien Kanheman y George Lakoff, mostrando que una gran parte de nuestro pensamiento habitual es pensamiento no razonado, que procede de convicciones y prejuicios, de aquello que creemos que está bien o está mal, y que alimentamos durante toda la vida. La gente busca el periódico, la emisora de radio o de televisión que responde a sus convicciones, que las refuerza y fortifica. Conseguir que se razone en el terreno de la historia y de la política es difícil, porque son territorios minados por una serie de elementos irracionales. Mis maestros -Jaume Vicens Vives y Ferran Soldevila- me enseñaron que lo importante es que un historiador enseñe a la gente a pensar por su cuenta, no a contarle la verdad, sino hacerle desconfiar de todas las verdades adquiridas, estimularle a que piense por su cuenta”.
Cándido Marquesán
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