

Uno de los libros que he leído en los últimos tiempos, y que vuelvo releer con mucha frecuencia, ya que me genera numerosas reflexiones sobre la política española, es La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011) de Luisa Elena Delgado, española nacida en Caracas, e hija y nieta de exiliados españoles, y actualmente profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Illinois en los Estados Unidos. El título resulta un tanto provocador, y supone una visión diferente del problema de los nacionalismos en el Estado español. Tengo la impresión de que para conocer y enjuiciar nuestros avatares políticos son, a veces, más adecuadas las investigaciones de científicos sociales foráneos que las de los propios españoles, al estar los primeros más libres de prejuicios que los segundos, lo que les permite presentar una visión más equilibrada e imparcial. La visión historiográfica en España sobre la cuestión catalana está aquejada de un exceso de visceralidad y también de crispación, además de muy dispar en función del lugar que emerja, lo que no deja de ser lamentable, además de deteriorar gravemente el carácter científico de la disciplina. Recomiendo la lectura del reciente libro España: historia de una frustración de Josep M. Colomer, politólogo y sociólogo de gran solvencia internacional y profesor de Universidad de Georgetown, del que fue alumno Felipe VI, señala que España en sus afanes por construir un gran Imperio en la Edad Moderna se vio debilitada, y eso la imposibilitó en el siglo XIX el poder construir un Estado moderno y eficiente, capaz de forjar una nación cultural unificada. Juan Linz lo señaló muy bien: “El Estado español nunca logró lo que lograron los Reyes de Francia y, en última instancia, la Revolución: crear un Estado plenamente unificado y un Estado-nación con su integración lingüística-cultural y emocional…” José Ortega y Gasset dijo en los años 30: Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos”. Manuel Azaña pretendió que la unión de los españoles bajo un estado común, que es lo que tenemos que fundar, mantener y defender, no tiene nada que ver con lo que se ha llamado unidad histórica española bajo la Monarquía… la unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado común, la vamos a hacer nosotros y probablemente por primera vez; porque los Reyes Católicos no han hecho la unidad española”. Indalecio Prieto en un discurso de del 1 de mayo de 1936, dijo: “Queremos hacer a España, no destruirla; queremos construirla… España está enteramente por hacer”. Franco destruyó cualquier base de consenso en la construcción de la nación española. Con la llegada de la democracia, ya podemos observar dónde estamos. En una parte del Estado español más de 2 millones votan a partidos independentistas. Y a esta situación hay que darle una salida federal, confederal… Pero siempre a través del diálogo, la negociación y el pacto. Pero retorno al tema del relato de la Transición.
La profesora Luisa Elena Delgado, cuestiona nuestra Transición democrática construida en el consabido y sacrosanto consenso. Para ello recurre a un artículo de Amador Fernández-Savater La Cultura de la Transición (CT) y el nuevo sentido común. Se instauró la CT no sólo al ámbito cultural (cine, música, arte, libros), sino a toda una organización de lo visible, lo decible y lo pensable. Es una máquina de visión y de interpretación del mundo. Toda organización social es en primer lugar un orden simbólico y estético que configura una percepción común de las cosas: lo que se puede ver, lo que se puede decir de lo que se ve, lo que se puede pensar y hacer al respecto. La CT es una fábrica de la percepción donde trabajan a diario periodistas, políticos, historiadores, artistas, creadores, intelectuales, expertos, etc. Lo que allí se produce desde hace más de tres décadas son distintas variantes de lo mismo: el relato que hace del consenso en torno a una idea de la democracia representativa el único antídoto posible contra el veneno de la polarización ideológica y social que devastó España durante el siglo XX. Ese consenso funda un “espacio de convivencia y libertad” que se presenta a sí mismo como algo frágil y siempre amenazado por la posibilidad de la ruptura de España. La alternativa es clara: “normalización democrática” o “dialéctica de los puños y las pistolas”. O yo o el caos. Define el marco de lo posible y a la vez distribuye las posiciones. Prescribe lo que es y no es tema de discusión pública: el régimen del 78 queda así “consagrado” y fuera del alcance de la gente común. Fija qué puede decirse de aquello de lo que sí puede hablarse, sobre todo cuestiones identitarias. Dos opciones básicas: progresista y reaccionaria, ilustrada y conservadora, izquierda y derecha. La alternativa PP/PSOE (y su correlato o complemento mediático: El Mundo/El País, Cope/Ser) materializa ese reparto de lugares. La CT, construida sobre el consenso, no es una de las opciones, sino el mismo tablero de ajedrez: el marco regulador del conflicto. Dispone también quién puede hablar, cómo y desde dónde. Está afectada por una profunda desconfianza en la gente cualquiera, bien como desprecio, bien como miedo, bien como paternalismo. La voluntad de esa gente cualquiera – ignorante, incapaz, visceral- debe ser depurada, reemplazada, sustituida: representada por los que saben (políticos o expertos). Los lugares privilegiados de representación (partidos, sindicatos, medios de comunicación, academia).
Según Benédectine André-Bazzana, el consenso no fue un acto de generosidad, fue una necesidad debida a la incapacidad de cualquiera de los partidos de imponer sus criterios, en razón de su debilidad de su apoyo electoral. Se trataba de una respuesta política y estratégica a una situación de crisis. No hubo convencimiento de las partes de la necesidad de reconciliación nacional y apertura democrática: el consenso surgió del mismo proceso, no su precondición. La negociación entre el gobierno franquista y la oposición estuvo forzada por las circunstancias, en las que sobrevolaba el poder militar, que establecía los límites de lo negociable. Y en este contexto hubo 2 temas que no pudieron debatirse entonces, ni cuestionarse ahora: la monarquía y la integridad territorial. De ahí emanan buena parte de la problemática política actual. Determinados temas son incuestionables, y lo más grave es que aquel que tiene la osadía de cuestionarlos hoy, es acusado de falta de sentido común e irresponsable al poner en peligro nuestra convivencia, que por primera vez los españoles han sabido darse en un ejemplo de generosidad, y que este modelo es además exportable a otros países que pretendan pasar de un dictadura a una democracia. No sorprende que las circunstancias concretas de la Transición dejaran su impronta, ya que décadas después sigue celebrándose el consenso, la ausencia de polarización y de confrontación, como mejor procedimiento de estabilización de la democracia. Sobre ese supuesto consenso recurro al profesor Xacobe Bastida Freixido, el cual señala que en el transcurso de la discusión en torno a las enmiendas que tocaban al artículo 2º de nuestra Carta Magna, y cuando Jordi Solé Tura presidía la ponencia-era rotatoria-, apareció un mensajero con una nota procedente de la Moncloa en la que se señalaba cómo debía estar redactado tal artículo. El texto de la nota era “La Constitución española se fundamenta en la unidad de España como patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la indisoluble unidad de la nación española”. Como vemos casi exactamente con el actual artículo 2º de la Constitución.
En la tarea de formular esta CT ha sido muy importante la labor de los historiadores. Gregorio Morán en su artículo La transición democrática y sus historiadores de abril de 1992, lo explica muy bien. “La clase política de la transición y sus historiadores se llevaron muy bien, ya que acordaron reunirse para decidir cómo se debía escribir la historia, el mes de mayo de 1984 en San Juan de la Penitencia, en Toledo, bajo los auspicios de la Fundación José Ortega y Gasset. .Así fue posible que el gremio de historiadores especializados en la Transición construyeran una historia angélica basada en los testimonios de los protagonistas.
Desde los poderes públicos se trabajó a conciencia en los momentos de la Transición para potenciar el discurso del consenso, de la reconciliación, de la normalización democrática. Luis Negró indica cómo el Premio Planeta, reconociendo sus intereses comerciales, se concedió en 1977, 1978 y 1979 a Jorge Semprún, Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, es decir, a un exiliado exdirigente del PCE y dos intelectuales de izquierda, transmitiendo el mensaje de que la reconciliación de las letras estaba en marcha. La estrategia de integración de artistas exiliados y/o disidentes convenientemente despojados de su ideología política, se comprueba en las conmemoraciones oficiales que en la última década del siglo XX tuvieron escritores tan polémicos en su momento, y durante el franquismo, como García Lorca o Luis Cernuda. En 1998, tras una reunión del patronato de la Residencia de Estudiantes, el entonces presidente del Gobierno J.M. Aznar dijo: Espero que a Federico, luz universal de la cultura española, que nadie lo encierre en ningún sitio..Hablaba de lo absurdo que es fijarse, cuando se habla de escritores tan universales, en lo que significan viejas historias o adscripciones ideológicas. La poesía, al final, no tiene ideología; la poesía es espíritu, es belleza, es humanidad, y eso no tiene ideología. Otra cosa es la ideología que tenga el poeta; pero eso es cuestión del poeta. Reducir su obra a puro espíritu y belleza, es muy difícil reconciliar con la totalidad de esta, de la que habría que eliminar las críticas al autoritarismo, al racismo, a la pobreza, a la represión sexual y a la alienación del capitalismo.
Y si hay un acontecimiento usado por los poderes públicos para plasmar el espíritu de consenso de la Transición, fue la llegada del Guernica de Picasso y su ubicación en el Madrid democrático, en 1981 en el Casón del Buen Retiro y en 1992, su traslado triunfal, al Reina Sofía. No deja de ser irónico que fuera Picasso quien ofreciera a la España democrática la imagen más icónica de la recuperación de la normalidad democrática. Ya en 1982, pasando prácticamente desapercibido, Antonio Saura publicó su libelo Contra el Guernica, donde con grandes dosis de emotividad y provocación manifestó su oposición al uso amable de una obra que se hizo con la intención de suscitar un debate sobre el pasado, y no de enterrarlo. La carga significativa del cuadro, como el enfrentamiento fratricida, el bombardeo sobre la población civil, y la connivencia del régimen franquista con el Tercer Reich, se diluye en un simbolismo de concordia y reconciliación, al que hay que sumarse para no ser acusado de resentido. Además el carácter revolucionario del Guernica no se circunscribe a su mensaje, sino también a su propia estética vanguardista, que no fue entendida en su momento por la izquierda.
Aunque los discursos oficiales de la Transición pretendieran mitigar el contundente mensaje del Guernica, es evidente que no podían desactivarlo completamente. Quizá una de las imágenes más significativas de la fragilidad de la reconciliación que la llegada del cuadro simbolizaba fue la imagen que muestra al Guernica custodiado y protegido por un cristal antibalas, mantenido durante más de una década, y por la Guardia Civil, cuerpo que acaba de protagonizar pocos meses antes un intento de golpe de estado. Tal como señala Juan Carlos Monedero en La Transición contada a nuestros padres. Nocturno de la democracia española, el cristal era el símbolo de una democracia a la que se miraba desde un escaparate, una democracia que nacía atenazada por el horror y que todavía tenía que esperar para poderse manifestar en plenitud.
He comentado anteriormente que el libelo Contra el Guernica de Antonio Saura pasó prácticamente desapercibido en el momento de la llegada del Guernica a España, mas no solo en aquel entonces, yo acabo de conocerlo poco ha y por la obra ya citada de La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011) de Luisa Elena Delgado. Razones no faltan para explicar este desdichado desconocimiento, si tenemos en cuenta que el discurso diseñado ad hoc de la Transición. Veámoslas, en su obra Carlos Saura con un extraordinario prólogo de Félix de Azúa, nos dice palabras como las que siguen: Odio al Guernica porque a pesar de su quirófano aseptizado seguirá escupiendo a la cara de los asesinos de la cultura. Detesto la satisfacción política y artística declarada a la llegada del Guernica, ya que es bien sabido que el arte no debe nunca mezclarse con la política. Odio el Guernica, en estos días de cicuta y crisantemos, “porque ya podrán repicar los cascabeles de la mojigatocracia, esbozar sonrisas de cocodrilo los politiqueros de la cultura y entonar carolsoles disfrazados de noviembre los alguaciles del retroconformismo neoprogresista”. Detesto imaginar qué hubiera dicho Picasso si hubiese sabido que el Guernica llegaría a España en un régimen monárquico, protegido por la Guardia Civil, siendo Calvo Sotelo presidente del Gobierno y un cura director del Museo del Prado, habiendo sido encerrada la pintura en una urna cristalina bajo la protección permanente de las metralletas, y años más tarde en una pecera antibalas por capricho de un Gobierno socialista antimarxista.
A esta democracia de consenso, en su libro El desacuerdo Jacques Rancière la define como la práctica gubernamental y la legitimación conceptual de una democracia después del demos. Una democracia que ha eliminado el error de cálculo y la contienda del pueblo. Este marco político implica la consideración del orden social como no contencioso, debido a la armonía fundamental entre una manera de ser y unos valores. Esta visión consensual de la política define las opciones presentadas a la ciudadanía como objetivas y unívocas. Dicha visión convierte a la política en el oficio de una oligarquía de expertos y políticos profesionales con la función de arbitrar las posibilidades marginales y residuales que la situación de crisis presenta. Formalmente se mantienen las instituciones democráticas, cuyo funcionamiento es cada vez más restringido, y la política se convierte en un espectáculo controlado, manejado por grupos de expertos. La ciudadanía inmersa en el consumismo, se vuelve cada vez más apática, y demoniza a los antagonistas políticos. Lo que se le pide al ciudadano es que asuma las medidas tomadas en su nombre y que vote cada 4 años a unas alternativas presentadas como las únicas posibles. En la democracia consensual, todo litigio se convierte en problema: cada uno debe estar en su lugar, ocupándose de sus asuntos y manifestando opiniones que correspondan precisamente a ese lugar y a esa actividad. Mientras las cosas funcionan así, el sistema es tolerante. Pero es intolerante con el excedente, lo que pone en cuestión el axioma de que el todo es todo.
La democracia es disenso, lo que implica un debate abierto sobre lo que constituye lo común y la división del todo. La comunidad democrática no se puede dar nunca por cerrada, como constituida de una forma permanente. Por el contrario, tiene que darse la posibilidad de que en ella quepan formas singulares de pertenencia a ella. A su vez, la pertenencia a una comunidad no puede excluir la realidad del litigio político, ni de un antagonismo que tiene que ser reconocido y negociado.
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