
No está mal que, de vez en cuando, reaparezca el debate sobre la libertad de expresión porque esto significa que la sociedad civil o, en fin, que los intelectuales que toman el aliento de sus vicisitudes y amarguras, siente la necesidad de refrendar o cuestionar la positiva validez del art. 19 de la Declaración de los Derechos Humanos promulgada por la ONU en el lejanísimo1948. Como es conocida la apuesta a favor de la libertad de expresión nos resulta llamativo el retorno del asunto en nuestros días. Es posible certificar que trágicos sucesos como el que tuvo como objetivo a la revista satírica CHH renovaron el interés sobre la cuestión. Pero no deseo recordar a los asesinados. Y tampoco a los blogueros que sufren persecución en algunos países de orientación musulmana fundamentalista o de lejana y catequética raigambre marxista-populista. Quiero hablar de mi país: del sentido y de las discusiones que han provocado los mensajes del edil madrileño Zapata, por ejemplo, de las intervenciones de los contratados titiriteros por el Ayuntamiento de Madrid hace meses y, aún sin ánimo de calificar, de los comentarios que sangran en las redes sociales a propósito de la muerte de Bimba Bosé. Mucho me temo que todo lo ocurrido y lo que se nos puede venir encima en la panorámica de las redes sociales se amparará en la defensa del “humor negro”, esa especie de exabrupto que garantiza el derecho a vomitar sobre víctimas de la opresión nazi, de víctimas del terrorismo, de mujeres violadas, de menores indefensos y masacrados psíquicamente…
Los sabemos todos… La defensa de la libertad de expresión, al menos en nuestra Modernidad, se remonta a la célebre intervención del poeta Milton en 1644. Defensa a ultranza de la libertad de expresión, suele decirse obviando la clara animadversión del autor del Paraíso perdido hacia los católicos. En un contexto realmente conflicto y sorprendente, vino Spinoza a intentar poner mesura en el análisis. Aquel filósofo ibérico, cobijado en las nieblas y humedades de Ámsterdam, y citado siempre, hasta el cansancio, por los defensores de la libertad de expresión absoluta, escribió alguna página que nos puede servir para entender y valorar el lío en el que estamos metidos. Es cierto que en su Tratado Teológico-político defiende la libertad de expresión, piedra clave en una sociedad democrática. Pero no puede olvidarse que en el capítulo XX, y podríamos apuntar otros fragmentos de la obra, establece alguna restricción a la misma: por ejemplo, si ciertas opiniones son “divulgadas con inicua intención” antes de apuntar seis cautelas que podrían limitar dicho ejercicio. Así quedó escrito.
Naturalmente, esto de la “inicua intención” es el asunto que nos inquieta. ¿Qué actividades tienen “inicua intención”? Como le resultará obvio a usted, nadie escribe, lee, canta o actúa pensando en su acción oculta maldad alguna porque los humanos somos dados a pensar que nuestro habla debe ser el modelo del habla universal. En fin, la soberbia es uno de los capitales pecados que alegran el ir al día del hombre. Cautelas, cautelas para limitar el derecho a la libertad de expresión. La reflexión de nuestro filósofo es certera, aunque, como también es obvio, el sentido de las mismas no puede ser igual en el XVII que en el siglo XXI. Tenemos que ser más precavidos porque hoy cualquiera puede escribir o cantar, pintar o comunicar lo que su cacumen le inspire. ¿Qué puede ocurrir hoy? ¿Cómo abordar el problema –y que conste que no deseo sino reabrir un problema?
Creo que los intentos de responder al mismo se abrieron con la intervención al respecto que publicó Th. Scanlon en el muy lejano 1972. Replanteaba el problema. Siguiendo su ejemplaridad voy a proponer un ejercicio muy simple. Veamos: recibimos la noticia de la violación y asesinato de un menor de edad… ¿Cómo ponderarla? ¿Cómo expresarla? En primer lugar, es necesario contarla, es decir, hay un nivel de “información” que no puede ni debe ser hurtado a la ciudadanía, incluso en sus aspectos más oscuros y sucios. Aquí debe estar garantizada la libertad de expresión porque resultaría absurdo ocultar algo: como si usted filmara una película o escribiera una novela sobre la barbarie nazi y le cortara el brazo a los militantes de las SS para que pudiera contemplarse su saludo de respeto al designio divino del Führer. Pero hay un segundo nivel: llamémosle, en la tradición que ahora recupero, nivel “expresivo”, es decir, la articulación de una opinión en relación al hecho que nos ocupa. Afirmar, por ejemplo, que ese menor, que hemos tomado por ejemplo, se merecía lo que ha padecido porque era un sin patria o un maleducado, o que no lo merecía porque, al fin y al cabo, era una víctima en la sociedad más enviciada del mundo. Entiendo que este segundo nivel de la libertad de expresión no debe ser penalizada –la pena ya la asume quien expresa su opinión- y en este sentido los recientes comentarios sobre la muerte de Bimba Bosé o los más lejanos de Zapata sobre los asuntos que ustedes conocen deben ser aceptados por cuanto no son sino expresión de la catadura moral de sus autores –buena o mala…-. Y hay un tercer tipo de expresión: es lo que hemos venido a conocer como “directiva”. Sé que es el que mayores problemas nos plantea porque lo que implica es que, ante la noticia sobre el “menor” y ante el conocimiento de lo que algunos piensan –me parece bien, creo que es intolerable-, puede decirse: que se multipliquen acontecimientos como éste o hay que linchar al autor de semejante crimen… Este último nivel de la libertad de expresión no parece aceptable y ni siquiera entiendo que pudiera considerarse ejercicio de libertad de expresión.
Quisiera preguntarla a Spinoza. Pero me es imposible, compréndalo ustedes… O a Hume, Voltaire o Rousseau que también sufrieron el escarnio de la persecución, aunque ellos, es cierto, tan sólo por atreverse a informar y valorar…
Leave a Reply