
El otoño fue de todo menos aburrido. Llegaban el fresco, las lluvias, la rutina. Y una avalancha de denuncias recalcitrantes a la comisaría de Montera, 16.
La más curiosa fue un vulgar martes. Del instituto Charles Bukowski, en el centro de la capital. Una alumna de primero de bachillerato, 16 años, denunciaba a su profesor de Latín por haber abusado de ella. Agárrate los machos.
Allá que fueron a comprobarlo una pareja de Policías de Proximidad, el oficial Morales, acompañado de la agente Carla, por orden del inspector Quintero.
El instituto era bonito por fuera, y por dentro un hervidero de chillidos, gritos, ruidos, arrastrar sillas y mesas, timbrazos para el inicio y el fin de las clases.
Les recibió la directora, una mujer de edad indefinida, con cara de palo, muy profesional, que ya las había visto de todos los colores, más bien oscuros.
Ni la alumna ni el acusado estaban ya en el centro.
La alumna había dejado de asistir, estaba recluida en su casa, hecha un mar de lágrimas todos los días. Y el profesor de Latín lo mismo, con baja por depresión.
La directora le facilitó las sendas direcciones a los agentes, por tratarse de figuras de la autoridad, que iban a investigar el caso, comidilla diaria de todo el centro.
Volver a la calle fue como salir de la cárcel, respirar aire fresco.
─Primero a la casa de la alumna ─dijo Carla.
─¿Por qué? ─preguntó Morales.
─Es la denunciante. Quiero verle la cara y cómo habla.
La cría de 16 años, Lili, ya no era tan cría, para la naturaleza era toda una mujer, aunque se hallaba en casa de sus padres y escoltada por ellos. Rubia, ojos claros, no demasiado alta, con sus curvas. Un profe cuarentón se podría encaprichar de ella.
Insistía en que don Íñigo se había propasado con ella. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Para qué? No era nada clara en las respuestas.
Y sobre todo, para la pregunta clave según Carla: ¿Cómo?
Los policías salieron de esa casa más confusos aún, respirando con mayor ansia el aire puro de la calle, como si salieran, no ya de una cárcel, sino de una caverna.
─Aquí hay gato encerrado ─dijo Carla.
El caso era cuál y la manera de demostrarlo.
El profesor de Latín no vivía demasiado lejos, lo cual no le ayudaba en su perspectiva: Eran casi vecinos, todo ocurría en pleno centro de Madrid.
Era un pobre hombre, en apariencia, con gafas de miope, poco pelo, que ya pasaba los cincuenta, se había divorciado, pasaba medio sueldo mensual a su mujer y sus hijos, y vivía en un vulgar apartamento sórdido, que era lo único que podía pagar.
¿Por qué semejante batracio iba a conquistar a una adolescente impúber?
─Yo no lo hice ─dijo.
Les recibió en un saloncito casi a oscuras. Carla hubiera dado cualquier cosa por que alguien abriera las ventanas, para que entrara el consabido aire otoñal. Pero eran la autoridad y el caso se presentaba delicado. Una mala palabra, un gesto en falso, podía dar al traste con la carrera de un casi viejo profesor, el futuro de una adolescente, o ambos.
Carla se fijó en un detalle y dijo:
─¿Que no hizo… qué?
─Eso de lo que me acusan.
Para ser profesor de Latín, no tenía demasiada facilidad de palabra.
─¿Y quién lo hizo entonces?
Al profesor de Latín le faltaban los verbos.
─Óscar ─dijo al fin.
─¿Quién es Óscar? ─preguntó Carla.
─El gallito de la clase. Yo le caía bien a Lili, respondía encantado a sus preguntas diarias, ella siempre tenía dudas de Latín… y llegué a pensar que también sobre mí. ¿Pero adónde voy yo, a estas alturas, con una chica de la edad de mis hijos?
─¿Qué pasó entonces? ─dijo Carla.
─Creo que Lili está embarazada. Pregúntenle a fondo. Y a Óscar.

Manuel del Pino es licenciado en Filosofía y Letras (Univ. de Granada, 1994). Publicó artículos, ensayos (XIV Premio de Ensayo Becerro de Bengoa con La sonrisa de la esfinge, Dip. de Álava, 2002), novelas (Olivas negras, Ed. Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012) y relatos en diversas revistas digitales.
Leave a Reply