
Había vivido rondando el hielo
de la indiferencia,
apresado por el sosiego de los libros,
jugando con fotografías de serpientes
y conduciendo su coche
por los arrabales donde la pobreza es espuma
o ira.
Muchas tardes, revisaba la colección de sellos
que había comenzado el día siguiente de la muerte de su madre.
A las mujeres las llamaba hadas
y la vida era un regalo de los dioses
a los que agradecía su silencio.
Había publicado un libro
a los veinte años, que le hizo famoso
y soberbio.
Hasta el domingo en que sus ojos alocaron
con el retrato de un niño hambriento y sonriente.
Extraño.
El cuerpo hinchado del niño, sus dientes
blanquísimos como la pureza.
Ahora, semanas después,
vagabundea como un loco, visita
los prostíbulos
y pregunta a los carteros y a los negros
dónde se compra un colt de culata nacarada.
(De Voces en el desierto, Zaragoza, 2009).
VIII. No sabemos
Cher
en un mundo donde nada honroso pervive
excepto en los crepúsculos, querida,
nobyl, ella, nosotros,
íbamos al aeropuerto,
mi sobrino el violinista había ensayado
una melodía húngara, no sabemos,
hasta se había disfrazado de zíngaro.
Huele a queroseno en el aeropuerto.
La niña avanza intentando sonreír, suena
la música, pero
todo es inútil,
la niña que avanza calzada con katiuskas embarradas
está ciega, mi sobrino, el violín,
la niña está sorda,
la niña, nuestro mundo,
tú, intenta sonreír, se vuelve hacia la cafetería,
hay un olor a chocolate que le recuerda algo.
(De Vidrio y alambre, Zaragoza, 2011)
D.
Viento, el aire que no precisa de verso alguno,
sonrisas que son chocolate, suspiros
de magnolia, aire,
nada es ya lo que fueron la guitarra
y el duende que se vestía con mortajas.
Resta tan sólo este silencio de comedor vacío,
tan sólo esta catarata helada,
tan sólo la sonrisa provocada
por la cárdena osadía
del viento que se ha largado al otro mundo, de las olas
que cumplen su viaje insuperable,
cansancio, telegramas que nadie responde,
y el silencio del mundo.
(De Estado de sitio, Zaragoza, 2016).
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