

No me gustan los pesimistas profesionales y coincido con el tristemente desaparecido Vázquez Montalbán cuando afirmaba que ser de izquierdas consiste básicamente en mirar la Historia y proyectarla con optimismo hacia el futuro. No, no me gusta el pesimismo, pero no queda más remedio que mirar algunas de las cosas que ocurren a nuestro alrededor con algo muy parecido a él.
¿Qué le pasa a este viejo país nuestro? No parece el mismo país que, después de una terrible guerra entre hermanos, y de cuarenta años bajo la bota intransigente de militares y obispos nacional-católicos, supo convertir el diálogo y el acuerdo entre los vencedores y los vencidos de aquel conflicto en la mejor brújula para llegar a la meta de las libertades democráticas y construir con ellas un avanzado estado de Derecho. Esto es lo que, al menos, yo creía. No parece el mismo que alumbró movidas (y no solo la madrileña) que nos colocaron a la vanguardia en materia de tolerancia, cosmopolitismo y respeto al diferente. No parece el mismo país que resistió la salvajada del 11-M -el mayor atentado yihadista en territorio europeo- sin brotes significativos de islamofobia, ni el que se enfrentaba a la barbarie etarra al grito de ”Vascos, sí. ETA, no”. No, ciertamente no nos parecemos a nosotros mismos.
Basta con tener los ojos y los oídos abiertos para ver que, casi semana a semana, aumentan en España las noticias sobre sucesos que ahora calificamos como “delitos de odio” y toda la vida fueron crímenes causados por la intolerancia hacia el otro (especialmente si el otro es más débil). Agresiones racistas u homófobas, un reguero de asesinatos machistas, abusos y violaciones, muchas de ellas cometidas en grupo (o en manada, si lo prefieren así), y una creciente violencia por motivos ideológicos. Violencia política de la que una muestra puede ser el brutal asesinato en Zaragoza de Víctor Laínez por llevar unos tirantes con la bandera española, sí, pero otra (acaso peor en el fondo) puede ser la que viene enfrentando a amigos con amigos, familiares con familiares, en Cataluña por diferentes visiones sobre la cuestión territorial. ¿Es que un virus fulminante se ha convertido en epidemia para los cerebros de los españoles y nos ha hecho retroceder en dirección a las cavernas, cuando presumíamos de estar entre las sociedades más liberales del mundo?
¿Acaso hemos decidido de golpe acelerar marcha atrás y regresar a toda prisa a los tiempos de Santiago Matamoros? ¿O a los de la maté porque era mía y rojos (ahora también fachas) al paredón? ¿Acaso van a volver las redadas de homosexuales en los urinarios públicos y los furgones policiales irán a rebosar de gitanos?
¿Qué está pasando para que tanta mala leche haya invadido a tantos, en tan poco tiempo? No creo que me equivoque demasiado si propongo bucear un poco en las consecuencias de la crisis de nunca acabar. O, mejor dicho, de nunca acabar para la mayoría. Porque para la minoría de arriba no es que haya acabado ya, sino que nunca llegó a empezar. Y, para ser más exactos, propongo bucear en la fórmula que los que verdaderamente mandan –no los que se sientan en los consejos de ministros, sino en algunos consejos de administración- impusieron para combatir la recesión que ellos mismos habían causado.
Mucha gente, de muchas edades (pero, sobre todo, jóvenes) está invadida por un rencor sordo que procede de algo tan explicable como la ausencia de perspectivas de futuro. Trabajos tan seguros como el agua en una cesta, salarios microscópicos, paro, emigración… ¿qué futuro es ese? Hay en nuestras sociedades un solo consenso: nuestros hijos serán la primera generación, desde la Segunda Guerra Mundial, que vivirán peor que sus padres. Los que se jubilan hoy perciben pensiones que superan el sueldo de los que entran a trabajar. ¿Puede alguien extrañarse de que se críen toneladas de leche avinagrada?
Sí, además de ello, tenemos a una buena parte de la clase política y a casi todos los medios de comunicación empeñados en amplificar y magnificar esas diferencias para llevar agua a su molino, cuando no sencillamente para que, mientras estamos atentos al enemigo inventado, imaginario, descuidemos los movimientos del enemigo real, el que está sometiendo a tanta gente a condiciones de vida intolerables mientras acumula riquezas (el resto acumula agravios y desigualdades), el resultado puede parecerse mucho a lo que estamos viendo.
Súmense los efectos más letales de esa arma, que podría ser formidable y pocas veces lo es, llamada “redes sociales”, y tendremos un cóctel explosivo. Una bebida embriagadora que saca de nosotros lo peor, que abona la violencia, la verbal y la otra, y que nos divide en dos bandos para todo: los nuestros y los otros. Los del Madrid y los del Barça, los de la estelada y los de la rojigualda, los del sistema y los antisistema (esos que llaman a otros fascistas, ignorantes de que lo son ellos). Y así sucesivamente. De ese modo perverso es como muchos ejercen hoy la virtud de la tolerancia. Tolerancia para los nuestros aunque cometan las peores tropelías. Intolerancia hacia los demás aunque su crimen consista solo en opinar distinto.
Ya digo que me embarga cierto pesimismo, pero no tiene por qué ser así. Todo esto puede cambiar si nosotros mismos, la sociedad, da la respuesta que se merecen estos salvajes. Ni un gramo de tolerancia para los violentos, sean nuestros o del vecino (si se me apura un poco, menos tolerancia hacia los nuestros: nos ensucian a nosotros). Eso, aplicar la ley y educar, educar y educar en la tolerancia. No existen otras recetas mágicas.
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