
Vuelven los tiempos del debate sobre la tolerancia-intolerancia. Y como casi todas las cuestiones polémicas bajo las que subyace una problemática social reaparecen las controversias y los enfrentamientos que a veces rozan el cainismo. Y no sólo en nuestro país cuyo emblema podría estar representado en el goyesco Duelo a garrotazos: a nadie le debiera consolar, pero hay numerosas geografías en las que los duelos a muerte son más sangrientos y épicos que en nuestro páramo intelectual. Y esto ocurre hasta en naciones supuestamente educadas en el fair play y en la liturgia del té a las five o´clock: seguro que muchos se han escandalizado –aunque gestos más fértiles serían los de la risa o la vergüenza- al leer en fechas recientes las declaraciones de un antiguo líder del conservadurismo de M. Thatcher –a quien Dios tenga en su gloria- que amenazaba con destrozar media España si se nos ocurre poner nuestra sucias manos sobre el glorioso Peñón, que, entre nosotros, es un auténtico peñazo en su sentido ineludiblemente doble. Pero el jubilado tory sabía de qué hablaba porque hay mucha tradición filosófica y política en su querido Reino Unido acerca de ajustar las cuentas a garrotazos.
Pero vuelvo al asunto de la tolerancia-intolerancia que es cuestión que sobrepasa nuestras fronteras mentales y geográficas. ¿Qué me inquieta? La banalidad de las discusiones con que solemos encontrarnos y que navegan entre el sectarismo más inocuo intelectualmente y una oceánica ignorancia. Y apunto este juicio, que no pretende ser demoledor, porque lo curioso en las recurrentes controversias es la invocación de algunas figuras que pasan por ser emblemáticas de la defensa de la tolerancia, que es el asunto que me gustaría plantear ahora. En efecto, los nombres de Milton, Locke o Voltaire, entre otros, surgen inevitablemente. La actividad del primero mientras formaba parte del Parlamento inglés provoca el entusiasmo porque el autor de El paraíso perdido no se cortaba lo más mínimo ante las provocaciones de los impugnadores de la libertad de expresión y, en consecuencia, de la tolerancia. En su discurso acaso más conocido, titulado provocadoramente Aeropagítica en homenaje al espacio en el que en la antigua Atenas se reunía la ciudadanía para dirimir dialécticamente sus controversias, política y judicialmente, llegó a escribir que “matar un buen libro es casi matar a un hombre” para afirmar en otro lugar que prohibir libros adversos a lo que el Parlamento pudiera decidir provocaría la “decadencia del saber y de toda capacidad polémica”. Magnífico. El discurso al que me refiero, pronunciado si no me equivoco en junio de 1643, abre esta intrahistoria de las libertades en la que me estoy deteniendo. Y la verdad es que la semilla florece. No es de extrañar que Locke pusiera manos a la obra en la redacción de su celebérrima Carta sobre la tolerancia cuyo texto anima a la convivencia credos y creencias y con buen tino porque su patria vivía en un profundo desangramiento que ni siquiera los ibéricos hemos sido capaces de emular. Para no abundar en exceso en las referencias me limito a recordar a Voltaire y su Tratado sobre la tolerancia que marca un hito en la Francia del Antiguo Régimen, si bien es probable que el memorialista de la inmortalidad regia de Luis XIV tuviera en mientes su exilio en Inglaterra que le había inyectado algunos aires del liberalismo de las islas.
Uno estaría tentado para concluir que Europa, la Europa sobre cuya geografía estaba fructificando la semilla del capitalismo y del régimen burgués, puede sentirse orgullosa de estas conquista y reivindicación a las que me he referido. Mas seamos cuidadosos –lo que nos puede servir para situar la cuestión de la “tolerancia cero” que es el asunto que hoy me preocupa. Porque, a decir verdad, excluía Milton de su proyecto tolerante a buena parte de la ciudadanía: como sabemos, su simpatía por los papistas era más bien nula y no pareció nunca dispuesto a aceptar esa presencia que, a su juicio, mermaba la libertad de Inglaterra. Y opinión semejante puede sustentarse sobre Locke: en plena lucha entre Inglaterra y España, y ante la amenaza de que el trono inglés cayera en manos de la diplomacia de los Austrias, mucho se cuidó de recomendar la tolerancia con los que miraban hacia Roma. Tampoco aconsejó, dicho sea de paso, la tolerancia con los ateos, y ambas cautelas negativas se asentaban en similar consideración: que podían ser un peligro político para la monarquía de su patria… Curiosa idea de tolerancia que aconseja la libertad de cultos y creencias –siempre que se tengan, ay, pobres ateos-… Y es que, como escribía hace algún tiempo J. Ch. Laursen, profesor en la universidad de California, no es posible obviar la existencia de lo que a él se le ocurrió calificar como “puntos ciegos” en la teoría de la tolerancia, es decir, fuertes resquebrajaduras en los discursos a favor de la misma y que siempre concluían con exclusiones más o menos extensivas. Ah, y que no se nos olvide nuestro querido Voltaire, quien revisó la historia del ajusticiado Callas sin tener en cuenta su verdadera aventura –claro, era imposible conocerla-, pero que no tenía problema alguna para defenestrar, intelectual y jurídicamente, a descreyentes, ateos y gentes de impropio vivir.
¿Es impropio este juego tolerancia-intolerancia? Creo que no y voy a intentar explicarme…
Hermosa y conflictiva historia de la tolerancia que he resumido con fuertes brochazos. En fin, siempre que se habló de tolerancia se apuntaba, en propiedad, de “tolerancia menos…”, y eran reyes, burgueses, populistas y banqueros quienes precisaban la identidad de los “menos”. Y entiendo que esta concepción de la “tolerancia” se mantuvo fuerte hasta la mitad del siglo pasado que hemos tenido que soportar. El problema era a quiénes había que expulsar del orden celestial de lo permitido. Y se tuvo claro en las potencias de Occidente: judíos, africanos masacrados por el repulsivo monarca belga en el Congo, indios en el hemisferio sur, et caetera… Recomiendo la lectura de Lobo Antunes y de autores que avanzaban su irritación: Abrahams o A. Fugard, y sobre nosotros, obviamente, la gloriosa Gardimer.
Pero este episodio de lo que podría considerarse “primera etapa de la reflexión sobre la tolerancia” comenzó a crujir. ¿Por qué…? Debemos reflexionar sobre el asunto. Entiendo, sin ser politólogo ni jurista, ni sociólogo, que algo bombardeó la estabilidad tradicional en el último tercio del XX. Porque puede considerarse que se abrió entonces un nuevo posicionamiento sobre la tolerancia. No sé si el segundo o el tercero: en todo caso, el último que nosotros debemos abordar. ¿Puede caracterizarse con rapidez el signo de lo acontecido? Es difícil, pero algún aspecto puede apuntarse. Por ejemplo, es incuestionable que la dinamización positiva de la sociedad civil facilitó la radical alteración de lo que podría denominarse “tolerancia menos X” en el marco de las estrategias nacionales o imperiales. Los cambios sociales invitaron o exigieron nuevos marcos o límites de la tolerancia. Quiero que se me comprenda: nadie puede ya excluir y de esto hablamos cuando hablamos de tolerancia a papistas y ateos -aunque entre el olvidado Lefevre, excomulgado por Juan Pablo II en su Carta apostólica de julio del 88, y el ateo Camus exista distancia honorable-. Tengo la impresión de que la prevalencia de la “tolerancia menos X” se transformó en la creencia de la necesidad de otra concepción de la tolerancia y, en consecuencia, en la identidad de las intolerancias. ¿Impresión…? No, no creo. La emisión despótica del horizonte de la tolerancia desemboca en afortunada destrucción de la misma y, a un tiempo, en la propuesta de nuevos marcos relativos al sentido de la misma. Ya podemos tener entre las manos, o en la cabeza si no nos han guillotinado, alguna indicación del “hacia donde caminar”… Zizek lo apuntaba hace algunos años cuando advertía, en ese panfleto provocador pero que no convendría desestimar, que ha cundido un reforzamiento de las identidades plurales y, por otra parte, una multiculturalidad “que pretende la coexistencia en tolerancia de grupos con estilos de vida <híbridos> y en continua transformación, grupos divididos en infinitos subgrupos (mujeres hispanas, homosexuales negros, varones blancos enfermos de sida, madres lesbianas”. Bien, indudable diversidad… Y esto afecta a nuestro actual asunto porque cada grupo-subgrupo pretende la limitación del ejercicio de la tolerancia. La tolerancia pseudo universalista de los autores admirados que citaba al comienzo de este artículo –y añadamos a Bayle, Leibniz, por ejemplo- ya requiere una nueva definición.
Y es el problema que acaso tengamos que afrontar muy pronto. Porque esos grupos-subgrupos –y no termino de entender la razón por la que las “madres lesbianas” son un subgrupo- establecen su marco de “tolerancia”. Y lo imponen, como a nadie se le escapa, con una orientación dogmática extraordinaria. Puede decirse: los grupos-subgrupos autoafirman su identidad estableciendo marcos cada vez más dogmáticos y excluyentes. La identidad del grupo-subgrupo se reafirma en la negación de quienes no se aproximen a su encendida Carta pontifical. He cedido a la imprudencia de constatar advertencias, manifiestos, asuntos de tal índole. Y me horrorizo porque todos los grupos-subgrupos plantean que la conquista de sus aspiraciones se asienta a partir de lo que se supone que podría ser un nuevo concepto jurídico: “tolerancia cero”, se reitera una y otra vez. Necesito apuntar algún dibujo sobre la conquista de los pregoneros de la “tolerancia cero”. Leo con asombro: “tolerancia cero” que reivindican los animalistas, “tolerancia cero” que reivindican los contrarios al exceso de velocidad, “tolerancia cero” que requieren quienes desean erradicar el acoso escolar, “tolerancia cero” en relación a nuestra comportamiento con las personas no humanas –denominación ya admitida en Argentina y Chile, presumo, sin que se suprima la denominación de persona humana a tipos como Pinochet o Videla-, “tolerancia cero” en relación a la violencia de género… Acaso ningún grupo carezca de razón. Entiendo que “tolerancia cero” pretende transformarse en un concepto jurídico por deber asumir las voces ciudadanas de los grupos-subgrupos –y cómo me horroriza este distanciamiento-. Lo cierto es que no tengo animadversión alguna a la “tolerancia cero” de los animalistas aunque tengo alguna duda sobre el debido cariño a las roedoras ratas, animales hermosos que tienen el inconveniente de transmitir enfermedades, y no protestaré porque el límite de velocidad se ordene, y me parece sugestivo reordenar el comportamiento con “las personas no humanas”.
Bien. Deseo provocar alguna reflexión. Voy a hacerlo simplemente como ciudadano asombrado… Comienzo entonces esta conclusión advirtiendo que la noción de “tolerancia cero”, o sea, el objetivo de la intolerancia, debe ser profundamente matizada. Intentaré explicarme… Tolerancia cero…
Entiendo que no resulta adecuado aplicar la cautela de “tolerancia cero” a cualquier delito o reivindicación y en semejante medida. Por ejemplo, debiera compartirse la exigencia de la misma a los comportamientos de maltrato infantil, de violencia de género, de homofobia o de xenofobia. Pero la “tolerancia cero” parece más discutible en el caso de la prohibición de circular a determinada velocidad porque ésta es susceptible de cambiar de un contexto geográfico a otros: de hecho, en las autopistas federales de Alemania no existe límite de velocidad, que, diferentemente, se establece en otras vías de circulación y en los núcleos urbanos. En un caso como éste debe reconocerse que la tolerancia depende del consenso social o de otros intereses –que pueden ser discutibles obviamente-. Acaso no resulte impertinente ubicar en este segundo grupo a la “tolerancia cero” del grupo animalista cuya defensa de las personas no humanas puede alcanzar cotas de elevada irrisión: jamás he acudido a una corrida de toros, y creo que nunca lo haré, pero entiendo que hay ocasiones en que es preciso sacrificar a una persona no humana –por ejemplo, a un perro rabioso-.
Sin embargo, los problemas más radicales se plantean en otro tipo de comportamientos en los que los márgenes de la “tolerancia cero” pueden ser susceptibles de discusión. ¿Se me ocurre un ejemplo? Sí, porque diariamente nos damos de bruces con sucesos del tenor que voy a considerar o con reivindicaciones orientadas a erradicar o dificultar su existencia. Me refiero al tema insoportable del machismo. Como posiblemente hubieran reconocido nuestros queridos amigos Milton o Locke, de ser nuestros contemporáneos, el machismo y desconsideración de la mujer es reprobable sin matización alguna y el nivel de intolerancia al respecto debe ser absoluto. Ni maltrato de palabra u obra a la mujer, ni exhibicionismo estúpido de los supuestamente superiores valores masculinos… Dicho de esta manera la posición no parece discutible. Ah, pero el problema cuando, como es el caso, entran en juego distintas voluntades. Un sujeto activo-masculino y un sujeto pasivo-femenino: ¿qué puede ocurrir entonces? Que algunos comportamientos –por ejemplo, lo que suele caracterizarse como mirada lasciva- sean tratados de forma diversa por cuanto juzgar algo como lascivo –en la doble acepción recogida por el diccionario de la RAE- está determinado por la conciencia del sujeto pasivo-femenino que puede sentirse amenazado sin que dicha agresión opere, ni consciente ni inconscientemente, en el sujeto activo-masculino.
¿A qué viene todo esto? ¿Qué tiene que ver este asunto de la “tolerancia cero” con la cuestión de la tolerancia? Soy ferviente partidario de la tolerancia en la misma medida en que soy ferviente partidario de introducir cautelas para valorar adecuadamente los “puntos ciegos” de la misma… Pero entre la oposición absoluta y radical a las actitudes que he situado como primer grupo, entre la relativización de algunos comportamientos sociales, que conformarían un posible segundo grupo, y entre la posible ambigüedad que puede detectarse en las situaciones más complejas se establecen fronteras que pueden ser importantes. Precisar su contorno con cuidado es lo que puede permitir una sociedad cuyos valores estén equilibrados entre la tolerancia y la necesaria y justa intolerancia.
Sí, menudo embrollo…
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